Jn 12,24-26 (Lectura correspondiente a la Fiesta de San Lorenzo)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, allí queda, él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; pero el que desprecia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará.”
En un primer momento, estas palabras del Señor de que debemos despreciar nuestra vida parecerían ser contrarias al gran don de la vida, que hemos de cuidar y proteger.
Sin embargo, se nos revelará su sentido al entender que la vida natural en sí misma no es nuestra meta; sino que cada persona tiene una tarea que cumplir, que es la verdadera meta de su vida: se trata de alcanzar la vida eterna y estar en perpetua comunión con Dios y con los suyos.
Entonces, debemos subordinar nuestra vida a un sentido más alto. Cuando descubrimos este profundo sentido de la existencia, toda nuestra vida se ordenará conforme a él; o, dicho en otras palabras, estará al servicio de esta noble meta. Muchas personas intuyen que su vida tiene un sentido más profundo y, al darse cuenta de que la vida natural no las satisface, emprenden la búsqueda de algo más.
Al subordinar todos nuestros deseos e ilusiones en relación a nuestras metas terrenales a aquella gran meta de vivir ya aquí y ahora en conformidad con la Voluntad de Dios –en cuanto nos sea posible– estaremos “despreciando” la vida natural en comparación con nuestra gran meta. En este sentido, seremos capaces de “perder” nuestra vida.
Incluso aplicándola a nuestras realidades terrenales, esta palabra del Señor es bien comprensible. Pongamos como ejemplo a un deportista, que quiere ganar una medalla de oro. Él será capaz de subordinarlo todo a esta meta, porque anhela alcanzar el honor que le traería este triunfo (cf. 1Cor 9,25).. Así, sabrá renunciar a ciertos placeres de vida; es decir, que los “despreciará”.
Los sacerdotes, por ejemplo, que están llamados a seguir a Cristo en una vocación especial, han de dejar atrás la vida natural y practicar todo aquello que sirva a su camino. Todo debe subordinarse a esta meta, para cumplir la vocación que Dios les ha concedido. Así, han de despreciar la vida mundana con el fin de alcanzar la vida espiritual.
Por tanto, no se puede emprender el camino de seguimiento de Cristo y creer que se podrá seguir disfrutando de todas las cosas del mundo que traen alegría, o que aparentan y prometen darla. Incluso aquellos “placeres” que son lícitos y no son en sí mismos peligrosos deben manejarse con prudencia, para que no se conviertan en un obstáculo en nuestro camino de seguimiento, para que no nos ocupemos demasiado en ellos y terminen impidiendo el crecimiento de nuestra vida sobrenatural.
Esto no significa que haya que practicar una oscura ascesis, que rechace todas las cosas naturales en sí mismas. Más bien, se trata de la vigilancia con que hemos de conducirnos en nuestra vida espiritual, conforme al llamado que Dios nos ha dirigido.
El seguimiento del Señor, al que Él mismo nos invita, nos enseña en qué consiste lo esencial y quiere llevarnos a vivir a plenitud nuestra vocación como personas. Es un llamado a servir a Cristo, quien dio su vida por nosotros. Jesús mismo es el grano de trigo, del que habla el evangelio de hoy, que cayó en tierra y murió.
¡Jesús vino a servirnos (cf. Mc 10,45)! Al servirle a Él, también serviremos en Él a los hombres. En este punto, conviene que hagamos una importante diferenciación. El servicio a las personas siempre es valioso; pero este valor será incomparablemente mayor cuando se lo realice en el Espíritu del Señor. En Él, aprendemos a ver a la persona en el amor de Cristo y reconocer así qué es lo que verdaderamente le ayuda, más allá de sus necesidades pasajeras.
Las promesas que el Señor nos hace en el evangelio de hoy son muy alentadoras: si le servimos a Él, el Padre nos honrará. ¡Y esta recompensa debería bastarnos!