Hb 10,32-36 (Lectura correspondiente a la memoria de San Genaro)
Acordaos de los días primeros, cuando, recién iluminados, tuvisteis que sostener una lucha grande y dolorosa: unas veces sometidos públicamente a calumnias y vejaciones, otras estrechamente unidos a los que así eran tratados. Pues compartisteis los sufrimientos de los encarcelados; y os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes, conscientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera. No perdáis, por tanto, vuestra confianza, que tiene una gran recompensa: porque necesitáis paciencia para conseguir los bienes prometidos cumpliendo la voluntad de Dios.
Hoy la Iglesia conmemora a San Genaro, obispo de Benevento. Durante la persecución bajo el Emperador Diocleciano, fue arrojado a las fieras junto con su diácono Festo, el lector Desiderio y algunos otros cristianos. Puesto que las bestias no le hicieron daño, finalmente fue decapitado. Hasta el día de hoy, cada 19 de enero se repite en Nápoles el así llamado “milagro de San Genaro”: la reliquia de su sangre, que normalmente consiste en una masa de sangre reseca, conservada en una ampolla de vidrio, se licúa y se vuelve completamente líquida.
Con justa razón, la Iglesia conmemora y honra a los santos mártires, que dieron su vida por la fe. Sus fiestas nos recuerdan una y otra vez su testimonio, sellado por su sangre. No hay amor más grande que dar su vida por el Señor, imitando así a Aquél que entregó su vida por nuestra salvación. Los mártires son los grandes testigos de un amor que ha vencido, que no se aferró tanto a su vida que temiera la muerte (cf. Ap 12,11), sino que cayó por tierra como un grano de trigo para dar abundante fruto, como nos dice hoy el evangelio en la conmemoración de este mártir (Jn 12,24-26).
Además del martirio de sangre por causa de la fe –que es su expresión clásica– existen muchas otras formas de sufrir por el Señor, de las que no hemos quedado exentos hasta el día de hoy. Muchos judíos que, iluminados por Dios, habían reconocido a Jesús como el Mesías prometido, tuvieron que padecer diversas persecuciones por parte de los otros judíos. La lectura del Libro de los Hebreos hace alusión a algunas de ellas, y también señala cómo fueron capaces de soportarlas:
“Os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes, conscientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera.”
De aquí podemos extraer una lección que nos da la Palabra de Dios. Cuando nos sobrevengan calamidades por causa de la fe, hemos de centrar nuestra mirada en la eternidad, para no perder la confianza. En el seguimiento de Cristo, es importante que nunca perdamos de vista la meta y que, desde esta perspectiva, recibamos una y otra vez la fuerza necesaria para soportar lo que se nos presente.
Corremos el peligro de que nuestra visión quede demasiado atrapada en este mundo, de modo que adoptamos fácilmente su mentalidad. Sin embargo, no es eso lo que nos enseñan las Sagradas Escrituras (p.ej. Rom 12,2). Antes bien, hemos de tener presente nuestro fin para volvernos sensatos, y pensar en la eternidad para recibir una y otra vez la motivación para levantarnos y continuar por el camino emprendido, al que todos estamos llamados.
El Apóstol de los Gentiles nos exhorta hoy a la perseverancia: a no rendirnos, a no bajar los brazos, a aceptar las luchas y a librarlas en unión con el Señor.
El camino de seguimiento de Cristo, aunque ciertamente tiene un matiz distinto según la vocación específica de cada uno, no consiste en el conocimiento ni en el diálogo con el mundo. Antes bien, se trata de imitar al Señor, que vino a este mundo, pero no es de este mundo. Esto es lo que Él pide a su Padre para los suyos en la oración sacerdotal:
“No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo lo mismo que yo no soy del mundo” (Jn 17,15-16).
Sería una ilusión creer que nuestro servicio en el mundo será tanto más fecundo cuanto más nos adaptemos a él. ¡Todo lo contrario! Cuando más nos asemejemos al Señor y nos centremos en la eternidad, tanto más podremos comprender a la luz de Dios los caminos del mundo y afrontarlos de forma adecuada. Cuando Jesús vino al mundo, haciéndose semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, Él no se adaptó a la mentalidad del mundo, que es contraria a Dios.
La Iglesia no debe degenerar en una mera institución que representa una cierta cosmovisión religiosa. Antes bien, debe renovarse una y otra vez desde su cabeza, no siguiendo las propuestas de un mundo alejado de Dios, sino al Espíritu Santo. Debe dejarse guiar e iluminar por el Espíritu de Dios, y no ser penetrada y debilitada por un espíritu mundano, que además se vuelve cada vez más anticristiano.
Las palabras de la lectura de hoy suenan casi extrañas en una Iglesia más y más enfocada en cuestiones intramundanas. Sin embargo, el problema no radica en San Pablo ni en sus declaraciones. Antes bien, éstas nos muestran cómo está nuestra fe.