Mc 7,14-23
En aquel tiempo, llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: “Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. Quien tenga oídos para oír, que oiga.”
Cuando dejó a la gente y entró en casa, sus discípulos le preguntaron sobre la parábola. Él les dijo: “¿Así que también vosotros sois incapaces de entender? ¿No sabéis que todo lo que entra en el hombre no puede contaminarle, pues no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a parar al excusado?” –así declaraba puros todos los alimentos–. Decía también: “Lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.”
Para cualquier avance espiritual, será indispensable la interiorización de este pasaje evangélico. Por muchas prácticas y sacrificios que nos impongamos, por muchas reglas que sigamos, por muchas obras apostólicas importantes que realicemos; si no trabajamos en nuestro corazón, difícilmente crecerá en nosotros el amor de Dios. Aquí pueden aplicarse muy bien las conocidas palabras de San Pablo: Si no tuviéramos amor, todo sería como bronce que resuena (cf. 1Cor 13,1). En efecto, la purificación de nuestro corazón significa crecer en el amor.
La interiorización de este texto consiste, en primer lugar, en cobrar consciencia de que en nuestro corazón realmente habita aquella maldad de la que aquí habla el Señor. Esta conciencia debería hacernos vigilantes y liberarnos de toda ilusión respecto a nosotros mismos. En un primer momento, puede que nos duela descubrir todo esto en nuestro interior. Sin embargo, si el Señor nos lo hace ver con tanta claridad, es porque para Él es muy importante que no seamos ciegos ni pasemos por alto nuestros propios abismos: “Oídme todos y entended” –dice el Señor.
Este sano realismo de reconocernos como personas inclinadas al mal, tal como nos lo enseña la doctrina católica (Catecismo, n. 402-403), no debe llevarnos ni al fatalismo ni a la resignación. Antes bien, evita que caigamos en ilusiones respecto a nosotros mismos y que surja una especie de “santidad auto-producida”.
En cambio, el verdadero conocimiento de nosotros mismos es un llamado a acudir a Aquel que puede darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26). Con su ayuda, podremos cooperar para que la gracia de Dios nos convierta en hombres modelados a su imagen.
Tomemos la primera de las maldades que Jesús menciona en el evangelio de hoy: los malos pensamientos. Y a éstos podríamos añadir también los correspondientes sentimientos.
¿Cómo podemos vencer los malos pensamientos?
Algunos creen haber descubierto un método al intentar “pensar positivamente”. Puede que aquí haya una buena intención de no dar cabida a lo oscuro y a lo negativo, pero, de una u otra forma, seguirá siendo artificial y difícilmente podrá limpiar la fuente de la que proceden los malos pensamientos.
En primera instancia, es necesario identificar los malos pensamientos como tales. Para una persona que siga al Señor, esto no debería ser tan difícil. También aquí el Evangelio es una luz fuerte en la que podemos reconocer lo que sucede en nuestro interior; así como también lo es la presencia del Espíritu Santo en nosotros, que nos recuerda las Palabras del Señor (cf. Jn 14,26) y se convierte en nuestro maestro en el proceso de la purificación del corazón.
Sin embargo, ya en la primera etapa puede surgir un gran obstáculo, que no nos permite emprender realmente este camino. Es la soberbia, que no quiere admitir que tenemos malos pensamientos e incluso puede justificarlos. Sobre todo desde el punto de vista espiritual, esto se convierte en un grave problema, que enceguece progresivamente a la persona. La soberbia se planta a la entrada del corazón como un guardia inflexible, que ni siquiera permite el conocimiento de uno mismo.
Sería un tema aparte lo que representa una soberbia tal. Puede ser simplemente una autoexaltación; o, en el peor de los casos, una presunción luciférica. O puede ser también un gran muro de protección, que quiere salvaguardar la inseguridad de la propia persona, puesto que quizá, en lo profundo, hay complejos de inferioridad arraigados. Si éste fuera el caso, aquella falsa seguridad que uno ha erigido para proteger a la propia persona quedaría derrumbada en el momento de confrontarse a la maldad de su corazón. Y esto es lo que uno quiere evitar, porque cree que no podrá soportarlo y que caerá en la nada. Lamentablemente se muestra aquí una falta de confianza en un Dios lleno de amor, que no nos hace ver nuestra oscuridad con el fin de humillarnos; sino para penetrarla con su presencia.
Por hoy quedémonos con lo siguiente: Un primer paso esencial para obtener un corazón puro es estar dispuestos a percibir sin miedos ni represión nuestra propia sombra; es decir, reconocer y admitir lo malo que viene de dentro. Siempre debemos tener presente que esto sucede en presencia de un Padre amoroso, que quiere sacarnos de las tinieblas y conducirnos a su luz (cf. 1Pe 2,9).
Mañana retomaremos el tema…