La beata Isabel de Hungría —que, aunque sean parientes, no debe confundirse con Santa Isabel de Hungría, conocida también como Santa Isabel de Turingia— era hija del rey Andrés III. Quedó huérfana de madre a una edad temprana y tuvo que sufrir el duro yugo de una madrastra que la rechazaba: la reina Inés de Habsburgo. Estaba destinada a ser la esposa del príncipe Wenceslao de Bohemia. Sin embargo, cuando murió su padre, Isabel fue despojada de su herencia real y Wenceslao perdió interés en ella. Isabel fue encarcelada junto con su madrastra en el palacio real de Budapest, destinada ahora a ser la esposa del duque de Austria. Pero los acontecimientos tomaron otro rumbo…
Cuando asesinaron al padre de su madrastra, esta llevó a Isabel consigo y se dirigieron a Suabia para cobrar venganza. Una vez allí, la madrastra decidió que Isabel debía ingresar en un convento, aunque le permitió escogerlo libremente. Isabel, que entonces tenía 16 años, se resignó a su destino y escogió el convento dominico de Töss. La madrastra insistió en que tomara el hábito e hiciera los votos tras solo quince semanas de ingreso. La joven, heredera legítima al trono de Hungría, también cedió en esto.
Uno podría pensar que, a juzgar por su dolorosa historia y su ingreso forzoso en el convento, las religiosas se habrían encontrado con una princesa malhumorada y triste. Pero resultó ser todo lo contrario. Isabel aceptó el yugo de la vida religiosa con tan buena voluntad que se podría haber pensado que ingresó en el convento por su propio deseo. Sus hermanas de comunidad la amaban y la respetaban, ya que la joven se mostraba muy diligente en el cumplimiento de sus deberes religiosos y era amable con todas las monjas, incluso con aquellas que no lo eran con ella.
Sin embargo, se le presentó una gran prueba cuando el duque de Austria llegó en busca de su prometida. Al encontrarla en el convento, se enfureció, le arrancó el velo de la cabeza y reclamó sus derechos como futuro esposo. Cuando se calmó, le pidió amablemente: «¡Ven conmigo! ¡Vuelve a Austria! Nunca te guardaré rencor por haber llevado el velo».
En su interior se desató entonces una gran lucha. Había sido obligada a ingresar en un convento y ahora su prometido le pedía que ocupara de nuevo el lugar que le correspondía. La joven pidió tiempo para reflexionar y le suplicó a Dios que le mostrara su voluntad. Sin embargo, el Señor ya la había atraído hacia su corazón y se había valido de todas las circunstancias adversas para conducirla a una vocación más noble: debía ser esposa de Cristo.
El combate fue duro, pero decidido. Isabel renunció al duque y al mundo. A partir de entonces, ninguno de sus nobles parientes volvió a ocuparse de ella. Isabel había tomado su decisión: había aceptado la cruz del Señor.
Como religiosa, era ferviente en la oración. Hacia el final de su vida, soportó con paciencia una grave enfermedad, entregada por completo a Dios.
¿Por qué la vida de la beata Isabel nos hace reflexionar? Si nos fijamos en su estancia en el convento, no encontramos una gran diferencia con la vida de muchos religiosos que alcanzaron la santidad en el monasterio. Quizá resulte particularmente meritorio y humilde el hecho de que, a pesar de su noble procedencia, nunca reclamara privilegios, sino que viviera como una hermana sencilla y pobre.
Sin duda, lo especial de su vida es la historia de su vocación. ¿No se nos viene a la mente, en este contexto, Simón de Cirene, que fue forzado a llevar la cruz de Jesús? En el caso de Simón, las Sagradas Escrituras no nos revelan cómo terminó su historia. ¿Se habrá convertido en discípulo del Señor, dejándose tocar por el sufrimiento del Salvador? En el caso de la beata Isabel, sí lo sabemos, y su testimonio nos da una lección.
La princesa aceptó una vocación que no había elegido libremente. Más aún, se había visto obligada, siendo aún muy joven, sin preparación y sin su consentimiento, a tomar el hábito en pocas semanas. Ya escuchamos en su historia que lo aceptó con resignación y sobrellevó la vida religiosa con alegría. Pero, a fin de cuentas, es indispensable abrazar voluntariamente tal vocación. Como al principio todavía no existía esta decisión voluntaria por su parte, fue necesaria la prueba de que el duque de Austria viniera con la intención de desposarse con ella. Entonces fue cuando tomó su libre decisión.
Esto nos enseña que una situación de vida involuntaria, que uno mismo no ha escogido, puede terminar convirtiéndose en voluntaria cuando la aceptamos. Pensemos, por ejemplo, en el yugo de una enfermedad que uno no ha elegido. Al aceptarla, se convierte en una bendición.
La beata Isabel se convirtió en una bendición para el convento. Dio su «sí» al camino del Señor a posteriori, por así decirlo, y abrazó su vocación. San Agustín acuñó la frase: «Si no eres llamado, hazte digno del llamado». Así sucedió con la beata Isabel. El Señor la había llamado desde siempre, pero ella no lo sabía. Entonces Dios se valió de todas las circunstancias adversas para conducirla adonde Él la quería tener. Y ella tomó una decisión libre, de modo que el plan de Dios pudo hacerse realidad.
Beata Isabel, ruega por nosotros para que sepamos reconocer y vivir nuestra vocación, aunque nos haya llegado a través de circunstancias ajenas a nuestra elección.
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Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/el-sabado-es-para-el-hombre/

