2Re 17,5-8.13-15a.18
En aquellos días, Salmanasar, rey de Asiria, invadió todo el país, subió contra Samaría y la sitió durante tres años. En el noveno año de Oseas, el rey de Asiria conquistó Samaría y deportó a los israelitas a Asiria. Los estableció en Jalaj y sobre el Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de Media.
Esto sucedió porque los israelitas pecaron contra el Señor, su Dios, que los había hecho subir del país de Egipto, librándolos del poder del Faraón, rey de Egipto, y porque habían venerado a otros dioses. Ellos imitaron las costumbres de las naciones que el Señor había desposeído delante de los israelitas, y las que habían introducido los reyes de Israel. El Señor había advertido solemnemente a Israel y a Judá por medio de todos los profetas y videntes, diciendo: “Volved de vuestra mala conducta y observad mis mandamientos y mis preceptos, conforme a toda la Ley que prescribí a sus padres y que transmití por medio de mis servidores los profetas”. Pero ellos no escucharon, y se obstinaron como sus padres, que no creyeron en el Señor, su Dios. Rechazaron sus preceptos y la alianza que el Señor había hecho con sus padres, sin tener en cuenta sus advertencias. El Señor se irritó tanto contra Israel, que lo arrojó lejos de su presencia. Sólo quedó la tribu de Judá.
En una de nuestras últimas meditaciones, nos habíamos cuestionado por qué las personas se vuelven a los ídolos, en lugar de escuchar al Dios vivo. Hoy podemos retomar este hilo y considerar algunos aspectos de por qué al hombre a menudo le resulta tan difícil seguir las indicaciones del Señor. De hecho, esta realidad se muestra a lo largo de toda la historia humana, y en nuestros tiempos incluso nos enfrentamos a la apostasía de enteras naciones. Esto resulta mucho más grave si tenemos en cuenta que se trata de pueblos que ya habían recibido el mensaje de la salvación en Cristo.
También el pueblo de Israel conocía bien los caminos y los preceptos de Dios, y por ello la responsabilidad de su desobediencia a Él pesaba mucho más que la de aquellos pueblos que no habían recibido la Revelación y la cercanía de Dios con tal claridad.
En efecto, escuchar a Dios no significa hacer realidad nuestros propios deseos e ideas; sino ser receptivos a una verdad que nos es revelada por Dios. Al escucharlo a Él, empezamos ya a liberarnos del apego a nosotros mismos, y así nos vamos desprendiendo de las inclinaciones de nuestra naturaleza caída. La obediencia ya no será solamente una escucha y aceptación pasiva; sino también la aplicación concreta de aquello que hemos escuchado, con nuestra voluntad y con todas las fuerzas de nuestra alma.
Pero los propios deseos e ilusiones pueden ser tan fuertes –y a menudo reforzados por los ofrecimientos del mundo– que ya no se quiere aceptar una corrección de parte de Dios. Uno cree hallar felicidad y satisfacción al hacer realidad sus propios deseos e ideas; mientras que parecería que los preceptos divinos se interponen en nuestra felicidad y ponen límites a nuestra vida y a la dicha que anhelamos.
En el fondo de esta suposición errónea, yace una falta de confianza. Si de alguna manera culpamos a Dios porque no se cumplen nuestras ilusiones y anhelos de felicidad, significa que aún no lo conocemos como Él realmente es. En este caso, el mensaje del Señor aún no ha penetrado hasta lo más profundo de la persona, para transmitirle la certeza del amor de Dios y para hacerle saber que, siempre y en todas las circunstancias, Él quiere lo mejor para sus hijos.
Es necesario tener en cuenta que aquí también entra en juego la tentación del Diablo, que quiere apartar al hombre de la escucha a Dios y sembrar desconfianza hacia Él. Para ello, le gusta valerse de la debilidad interior del hombre, empujándolo y animándolo a ceder a los deseos equivocados y vanos, e intensificando sus apetencias desordenadas.
En la lectura de hoy, habíamos escuchado que la desobediencia a Dios llegó a ser tan grande que los israelitas se obstinaron; es decir, se cerraron a la Voluntad Divina.
He aquí el gran peligro de no escuchar a Dios: la voluntad puede obstinarse en ello e incluso puede surgir una resistencia interior al Señor.
Para nosotros, los cristianos, es importante aprender a hacer la voluntad de Dios de buena gana, inmediata y enteramente. Aparte de que con esto le damos gloria a Dios y le causamos alegría a nuestro Padre Celestial, nos traerá también a nosotros la verdadera paz. Por tanto, debería ser lo más importante para nosotros querer reconocer y cumplir la Voluntad de Dios, aun en sus más pequeños detalles, a través de la guía del Espíritu Santo.
A esto viene a añadirse otro aspecto muy importante: cuando hacemos la Voluntad de Dios con alegría, les estamos transmitiendo a las personas la verdadera imagen de Dios, de manera que la Iglesia se vuelve atrayente para ellas.