Mc 16,15-20
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.” El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.
En el Tiempo Pascual, escuchamos una y otra vez el mandato misionero que el Señor encomendó a sus discípulos. Así sucede también hoy, cuando celebramos la Fiesta del evangelista San Marcos, quien, conforme a la tradición, habría fundado y guiado la iglesia de Alejandría, donde finalmente habría entregado su vida en el martirio.
Como he repetido una y otra vez, debemos cuestionarnos si actualmente la Iglesia sigue anunciando el Evangelio con autoridad y sin recortes; es decir, si está cumpliendo como corresponde la misión primordial que el Señor le encargó.
Pongamos un ejemplo concreto: ¿Cómo se está manejando hoy en la Iglesia la cuestión de la evangelización de los judíos, el “primer amor” de Dios? En efecto, Israel es el primer destinatario del mensaje del Evangelio. No sólo porque el Señor mismo fue judío “según la carne” (cf. Rom 9,5), así como también la Virgen María y todos los apóstoles. El Apóstol San Pablo se consumía en el celo por llevar a sus hermanos a Cristo, para que alcanzasen la salvación (Rom 9,1-3). Además, una promesa de grandes dimensiones le espera a la humanidad cuando el Pueblo de Israel se vuelva a su Mesías, como nos aseguran las Escrituras:
“Si su caída es riqueza del mundo, y su fracaso riqueza de los gentiles, ¡cuánto más lo será su plenitud! Pero a vosotros, los gentiles, os digo: siendo yo, en efecto, apóstol de las gentes, hago honor a mi ministerio, por si de alguna forma provoco celo a los de mi raza y salvo a algunos de ellos. Porque si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su restauración sino una vida que surge de entre los muertos?” (Rom 11,12-15)
Entonces, podemos asumir que la conversión del Pueblo de Israel vendrá de la mano con una gracia especial, que será importante para la Iglesia y, en consecuencia, para el mundo entero. Sabemos que aún no se ha cumplido a plenitud este gran anhelo de San Pablo de que se conviertan sus hermanos, que son de su “mismo linaje según la carne” (Rom 9,3); aunque sí se escuchan una y otra vez testimonios de judíos que conocieron a Jesús y, en Él, finalmente hallaron al Mesías que les había sido prometido.
¿Cuál debería ser entonces nuestra reacción al considerar la promesa relacionada con la conversión de los judíos y el amor de Dios a su primogénito Israel?
Debería despertar en nosotros un gran celo para anunciar la Buena Nueva a los judíos de forma apropiada, y orar intensamente por su iluminación. Hemos de pedirle con insistencia al Espíritu Santo que abra el acceso hacia sus corazones, porque ¿podría acaso haber algo más hermoso para ellos que reconocer al Mesías que desde hace tanto tiempo esperan?
La Iglesia ha sido enviada a anunciar la salvación en Cristo Jesús. ¡Todos los hombres, sin excepción, están necesitados de este anuncio! “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura.” Nadie debe ser privado de la gracia de conocer al Redentor, mucho menos el “primer amor de Dios”; es decir, el Pueblo de Israel.
Sería un desastroso error si, en el diálogo interreligioso, los católicos ya no estuviéramos inflamados del profundo deseo de que toda persona se encuentre con Jesús y le siga. Esto contradiría directamente el mandato misionero del Señor. En lugar de éste, se introduciría una especie de ideología. Sostener la opinión de que la fe en Cristo no es necesaria para la salvación sería renunciar a la misión y, a fin de cuentas, representaría un rechazo al Pueblo de Israel, al que se estaría privando de la gracia que nos ha sido dada en Jesucristo, como dicen claramente las Escrituras: “La Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo” (Jn 1,17).
Concluyamos esta meditación con una cita del filósofo Dietrich von Hildebrand, extraída de su libro “El viñedo devastado”
“El amor a Dios impulsa a la Iglesia y también a todo verdadero cristiano a atraer a cada persona a la luz plena de la verdad, contenida en la doctrina de la Iglesia. Cada cristiano debe anhelar que todos los hombres lleguen a conocer la Revelación de Cristo y den la respuesta correcta de fe, de modo que toda rodilla se doble ante Jesucristo. Esto lo exige también la auténtica caridad. ¿Cómo puedo amar a alguien y no tener el ardiente deseo de que conozca a Jesucristo, el Hijo Unigénito de Dios y su Epifanía, de que sea atraído a su luz, crea en Él, lo ame y se sepa amado por Él? ¿Cómo puedo amar a alguien sin desearle ya aquí en su vida terrena la mayor felicidad, que es el encuentro con Jesucristo?”