Rom 13,8-10
Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de ‘No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás’, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.
San Agustín nos dejó como legado esta maravillosa frase: “Ama y haz lo que quieras.” Efectivamente, cuando amamos, hemos comprendido lo esencial de nuestra vida. Cuando amamos, correspondemos a la razón más profunda de nuestra existencia, que es la de ser amados por Dios. El amor al prójimo es la aplicación concreta de este amor; es el efecto del ser amados por Dios. ¿Quién podría cerrar su corazón frente al hermano, sabiéndose infinitamente amado? Si realmente amamos –que, vale aclarar, no es lo mismo que desear–, entonces será el amor el que nos diga qué es lo que tenemos que hacer. En este sentido podemos entender la frase de San Agustín.
Sin embargo, debemos recordar una y otra vez en qué consiste el verdadero amor y cómo se lo puede poner en práctica; pues la frase de San Agustín suena maravillosa, pero no es tan fácil aplicarla de forma correcta. Nuestra capacidad de amar frecuentemente se ve obstaculizada por el amor propio. Y vencer el amor propio es uno de los combates espirituales más arduos, pues éste nos acompaña a todas partes como si fuera nuestra sombra.
Ahora bien, existe un amor propio ordenado, pues cada uno debe cuidar de su cuerpo, de su salud, etc. ¡Y está bien que sea así! La Sagrada Escritura nos dice: “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18; Mc 12,31), colocando el amor propio como parámetro del amor al prójimo.
Pero el desordenado amor propio excede la medida dispuesta por Dios y busca el propio interés, muchas veces sin pensar ni en los demás ni en Dios. Lamentablemente ésta es una herencia que nos ha dejado el pecado original, pues en aquella caída el hombre se apartó del mandato de Dios para obtener su supuesto beneficio propio (cf. Gen 3,1-7). De esta manera, hirió el amor a Dios. Como consecuencia de este desordenado amor propio, sucedió poco después de la caída el primer fratricidio en la historia humana, cuando Caín asesinó a su hermano Abel (cf. Gen 4,1-8).
“El que me ama guardará mis mandamientos” –dice el Señor (Jn 14,15), a la vez que nos explica más a profundidad el sentido de aquellos mandamientos. Las malas obras vienen precedidas por un deseo desenfrenado, y si cedemos a él se engendra el pecado (cf. St 1,14-15).
En cambio, si permitimos que obre en nosotros el Espíritu Santo, que es el amor entre el Padre y el Hijo, Él nos hará percibir nuestros deseos desordenados y nos ofrecerá su ayuda para superarlos, porque el amor es incapaz de hacer daño al prójimo. ¡No queremos herir el amor a Dios ni el amor al prójimo!
Por tanto, nuestro mayor anhelo espiritual debería ser el de crecer constantemente en el amor. Cada día nos presenta muchas oportunidades para ello. A través de la oración y de vivir con la mirada puesta en Dios, podremos ir descubriendo cada vez más su amor y acogerlo más y más profundamente en nuestro interior. Este amor, a su vez, querrá comunicarse a los demás a través del anuncio del amor divino y de las obras concretas de caridad. Del mismo modo que Dios sale a nuestro encuentro y nos muestra su amor, también nosotros estamos llamados a tratar así a nuestro prójimo. Para ello, Dios mismo será nuestro Maestro.