NOTA: Por un error, hemos tomado hoy la lectura correspondiente al año impar. Sin embargo, ésta nos permite meditar sobre un tema muy importante para la vida cristiana, que ciertamente será provechoso para muchos.
Col 1,24–2,3
Hermanos: ahora me alegro de los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia. De ella he sido yo constituido servidor por disposición divina, dada en favor vuestro: para cumplir el encargo de anunciar la palabra de Dios, es decir, el misterio que estuvo escondido durante siglos y generaciones y que ahora ha sido manifestado a sus santos.
En efecto, Dios quiso dar a conocer a los suyos las riquezas de gloria que contiene este misterio para los gentiles: es decir, que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria. Nosotros lo anunciamos exhortando a todo hombre y enseñando a cada uno con la verdadera sabiduría, para hacer a todos perfectos en Cristo. Con este fin trabajo afanosamente con su fuerza que actúa poderosamente en mí. Así pues, quiero que sepáis qué dura lucha sostengo por vosotros, y por los de Laodicea, y por cuantos no me han visto personalmente, para que sean consolados sus corazones, unidos en la caridad, y alcancen en toda su riqueza la perfecta inteligencia y conocimiento del misterio de Dios, de Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia.
Poder alegrarse en medio de los sufrimientos es un alto nivel en la escuela del Señor. Inicialmente, uno puede asustarse ante una afirmación como la que escuchamos hoy de San Pablo, sobre todo cuando uno se ve confrontado a su propia incapacidad de sufrir y se percata de que a menudo no sabe lidiar de forma correcta con el sufrimiento.
Para no dar lugar a malentendidos, vale aclarar que la reacción normal del hombre es evitar el sufrimiento en la medida de lo posible, porque, al igual que la muerte, es una realidad profundamente ajena al ser humano. De alguna manera, podríamos decir que el sufrimiento no forma parte del plan originario que Dios tuvo para nuestra vida; sino que es una consecuencia del pecado original, de la separación de Dios.
Recordemos que el mismo Señor le pidió tres veces a su Padre en el huerto de Getsemaní que, de ser posible, el cáliz pasara de él sin tener que beberlo (Mt 26,39). Por tanto, no debe sorprendernos el hecho de que el sufrimiento nos asuste y de que nos resulte difícil aceptarlo. El proceso de dar nuestro “sí” a la cruz, recibiéndola de manos de Dios, es un camino que hay que recorrer y que generalmente toma un buen tiempo. Tampoco deberíamos saltarnos los pasos necesarios, movidos por un falso celo religioso, porque si actuamos así podría suceder que, a la larga, no seamos capaces de sobrellevar la situación de sufrimiento, por no haberla interiorizado lo suficiente.
Fijémonos en San Pablo, el Apóstol de los Gentiles. Él conocía el sufrimiento. En efecto, inmediatamente después de su conversión Jesús le hizo saber a través de Ananías: “Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre”(Hch 9,16). En la lectura de hoy, el Apóstol mismo nos revela su motivación más profunda, que lo hace capaz de aceptar el sufrimiento que trae consigo el cumplimiento de su misión, a tal punto de que los padecimientos se convierten para él en una alegría: “Completo en mi cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia.”
Las siguientes líneas de su Epístola nos muestran cómo es que el Apóstol pudo pronunciar tales palabras. Era su gran amor a Jesús y el conocimiento de su gloria lo que le hacía luchar incansablemente para que las iglesias permanecieran fieles al Señor. San Pablo había entendido que podía ofrecer al Padre Celestial su sufrimiento, uniéndolo al sufrimiento de Nuestro Señor.
Así, la pesadez de la cruz experimentó una transformación a través del amor, porque él la cargaba por causa del Señor y por la misión que le había sido encomendada. De ahí le venía al Apóstol la alegría en los padecimientos, sabiendo que éstos podían ser fructíferos y que en ellos se asemejaba a su Señor.
Ésta es la manera cómo también nuestro sufrimiento –es decir, nuestra cruz– puede volverse fructífero. Hemos de abrírselo a Dios, para que el sufrimiento sea sustraído de su dinámica propia, de su pesadez, de su negatividad, de aquello que quiere hundirnos y agobiarnos sin remedio. Así podremos superarlo y hacerlo fecundo. En este camino crece nuestro amor por el Señor, y ciertamente también su amor por nosotros. Si le servimos en medio del sufrimiento, ¿no le estamos dando acaso una prueba de nuestro amor? ¿Y cómo podría no verlo el Señor? “Conozco tus obras, tus fatigas y tu paciencia (…). Has sufrido por mi nombre sin desfallecer” –dice el Señor en el Apocalipsis a la iglesia de Éfeso (Ap 2,2). También a nosotros nos dará a entender que Él ve nuestros esfuerzos por aceptar de su mano la cruz y cargarla.
Nos ayudará el sumergirnos cada vez más en el abismo de la sabiduría de Dios, como San Pablo, para que inunde nuestra alma y podamos entregarnos al Señor con alegría y gratitud. Así podremos soportar mejor las horas oscuras, e incluso hacerlas fructificar para el Reino de Dios, sostenidos por su gracia.
A quien quiera profundizar más en este tema, le recomiendo escuchar esta conferencia sobre “¿Cómo lidiar con el sufrimiento y la muerte?”: https://www.youtube.com/watch?v=0DCyIKZwJ1U&t=1058s