Mt 10,34—11,1
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su propia familia. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros acoge, a mí me acoge, y quien me acoge a mí, acoge a Aquel que me ha enviado. Quien acoja a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta, y quien acoja a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.” Cuando acabó Jesús de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.
Siempre podemos descubrir nuevas dimensiones en el Señor. Algunas de ellas nos sorprenden y no nos resulta sencillo comprenderlas en un primer momento. El texto de hoy nos muestra uno de esos aspectos, pues normalmente acostumbramos ver al Señor como Aquel que trae la verdadera paz. De hecho, esto sigue siendo cierto, porque Jesús es el “Príncipe de la Paz” (cf. Is 9,5), el que trae la paz con Dios, la paz con el prójimo y, por tanto, también la paz interior.
Pero la verdadera paz sólo puede recibirse bajo la condición de la verdad; de lo contrario, será una falsa o aparente paz, que en cualquier momento volverá a desvanecerse.
Las palabras del Señor que escuchamos en el evangelio de hoy han de comprenderse desde este trasfondo. En el encuentro con Él, llega la hora de la decisión para el hombre: o bien se abre al amor y a la verdad de Dios, o no lo hace. Si se abre, la verdadera paz podrá entrar en él; si no se abre, en cambio, no podrá recibir esta paz que sólo Dios puede dar.
Puesto que esta decisión es tan esencial, pueden surgir divisiones aun en los más estrechos vínculos familiares. Tomemos como ejemplo la cuestión del aborto. Desde la perspectiva cristiana, jamás podremos justificarlo. Alguien que guarda seriamente los mandamientos de Dios, nunca podrá dar su ‘sí’ a una acción tal, y, con la ayuda de Dios, resistirá a cualquier presión que podría venirle de su propia familia o del Estado. ¡Esta persona jamás renunciaría a la vida del niño no nacido! Pero es posible que en su más cercana parentela exista una opinión distinta al respecto, de manera que puede surgir una enemistad en torno a esta cuestión.
Lo mismo puede suceder en muchos otros ámbitos, pues el que sigue al Señor frecuentemente tendrá convicciones que se oponen a la de aquellos que están marcados por la mentalidad del mundo.
Entonces, la enemistad de la que habla Jesús en el evangelio de hoy es aquella a la que Él mismo se enfrentó, cuando la luz vino a este mundo y las tinieblas no la recibieron (cf. Jn 1,5). En Jesús recibimos directamente esta luz, pues Él es la luz del mundo y quien le sigue no anda en tinieblas (cf. Jn 8,12).
Nosotros siempre estamos llamados a seguir y actuar en la verdad, aun cuando nuestro entorno –e incluso las personas más cercanas a nosotros– no lo entiendan o lo rechacen. En el peor de los casos, esta situación puede afectar incluso a los más estrechos vínculos familiares y exigir fuertes decisiones de nuestra parte.
Pero nada debe anteponerse a Dios y, por tanto, nada ni nadie puede exigir o tomar el lugar de Dios en nuestra vida, sin que ello provoque un gran desorden espiritual.
El seguimiento de Cristo implica toda nuestra persona y quiere llevarnos hasta el punto de amar al Señor con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 22,37). Así, el Señor también nos invita a cargar por amor a Él la cruz que se presenta cada día en nuestro camino (cf. Lc 9,23). Podría ser la cruz de tener que abandonar personas queridas y entornos familiares por causa suya y por causa de la verdad, para seguir Su llamado. Podría ser la cruz de experimentar enemistad por parte de personas de las que nunca lo hubiéramos imaginado, por causa de Jesús.
Dios nos ayudará a cargar la cruz, si permanecemos fieles a Él. Así, incluso podremos crecer; nuestro amor a Jesús se hará más profundo y nos volveremos más receptivos a su amor.
Lo más importante es que le demos a Dios el lugar que sólo a Él le corresponde. ¡Y ese es el primer lugar!