San Barlaam y Josafat: El verdadero rey

Al acercarnos al final del año litúrgico, me gustaría hablaros de dos santos que, probablemente, hoy en día desconocemos, pero cuya historia era tan popular en la Edad Media que se decía que algunos la conocían mejor que las Sagradas Escrituras.

Se trata del ermitaño san Barlaam y el príncipe indio Josafat. Se considera como autor de su historia a san Juan Damasceno, un padre de la Iglesia nacido alrededor del año 650.

Las antiguas crónicas de la India relatan que algunos ermitaños del desierto de Tebaida se desplazaron a la tierra de los hindúes, donde habrían conquistado para el cristianismo a personas de todas las castas. Muchos de ellos imitaron el ejemplo de los apóstoles de Egipto y se dedicaron a la contemplación en la soledad. Su número era considerable, por lo que la «nueva religión» atrajo la atención de los reyes. Entonces se levantó Abener, un poderoso rey de la India cuyo reino se encontraba en las fronteras de Persia, y comenzó a perseguir a los cristianos. Él adoraba al dios Brahma y no desdeñaba ningún placer sensual. Pero, por muy rico que fuera el tesoro de su palacio y por más que sus ropas abundaran en oro y piedras preciosas, su alma era pobre en sabiduría.

Este rey tenía un hijo llamado Josafat. Sobre él se había pronunciado el siguiente oráculo: «El hijo superará al padre y estará al frente de una monarquía mil veces mayor, pero establecerá el trono de su gloria en otro reino».

Con el fin de preservar a su hijo de la nueva religión, el rey lo encerró en el palacio de una ciudad lejana. Sin embargo, llegado a la edad adulta, el príncipe pidió permiso a su padre para salir del palacio. Así, empezó a conocer la gran miseria que padecían las personas, algo que antes nunca había visto.

El relato de san Juan Damasceno continúa diciendo:

En los desiertos de Sennaar vivía un sacerdote en constante unión con Dios, cuyo nombre era Barlaam. Su espíritu era grande; su corazón era la morada del Santo. Barlaam vio en una visión al príncipe Josafat, comprendió la voluntad de Dios y se puso en camino vestido de comerciante. Al llegar a la ciudad donde éste residía, se dirigió al mayordomo del palacio y le dijo: «Tu siervo trae de un país lejano una piedra preciosa de inigualable valor, que no tiene otra que se le compare, y que posee la propiedad de abrir los ojos de la sabiduría a los ciegos de espíritu, de agudizar el oído para percibir las melodías de otro mundo dichoso, de curar las enfermedades del alma y de ahuyentar a los espíritus hostiles».

Dicho esto, le permitieron presentarse ante el príncipe, que le acogió con el corazón abierto. Barlaam le dijo: «¡Oh, sol de tu reino! También yo tengo un rey que me dio la piedra y me dijo: “El Reino de los Cielos es semejante a un sembrador” (Mt 13). Entonces le reveló el sentido de la parábola y concluyó: «Quien reciba la semilla en tierra buena, crecerá a la luz del sol y, gracias al poder de la piedra milagrosa, se convertirá él mismo en luz y dará fruto en abundancia».

Josafat respondió: «Hace tiempo que arde en mí un fuego, y seguiré consumiéndome por dentro a menos que una divinidad se apiade de mí y derrame bálsamo sobre mi alma. Me parece que no eres un hombre común, sino un mensajero de nuestro Dios, enviado para sanar mi alma herida».

Así fue como el príncipe se abrió a la sabiduría que emanaba de los labios del santo ermitaño y le preguntó: «Tus palabras me sorprenden. ¿Quién eres? ¿Y quién es ese rey que te ha transmitido la parábola de la semilla?».

Entonces, Barlaam pudo entrar por la puerta abierta al corazón del príncipe y le dijo: «Este rey es el rey de todos los reyes. De él emana la inmortalidad. Su trono supera con creces a todos. El esplendor de su trono es tan grande que nadie que lo contempla permanece con vida. Él es el tres veces santo, el Dios sobre todos los dioses, el incomprensible, que se ha manifestado en forma humana». Barlaam le explicó la fe cristiana desde el principio, hablándole de la creación del paraíso, de la caída en el pecado y de la Redención a través de Jesucristo.

Al oír la Buena Nueva, el alma de Josafat se llenó de luz y alegría, se levantó de su trono, se arrojó a los brazos de Barlaam llorando y exclamó: «Si no me equivoco, mensajero de Dios, esa es la piedra milagrosa que solo las almas puras y los ojos puros pueden ver, porque ¡mira! Tu mensaje ha disipado la noche y la tristeza de mi alma. ¿Son estos los poderes de la piedra milagrosa o has visto cosas aún mayores?». Barlaam respondió: «¡Me has entendido bien, oh príncipe! El rostro de Dios, que había estado oculto al mundo, finalmente ha aparecido y se ha manifestado. El cristianismo es la piedra milagrosa. Te hablaré aún más de su poder».

Entonces comenzó a explicarle el Evangelio y el Espíritu de Dios realizó su maravillosa obra en aquel corazón, de modo que, al finalizar la catequesis, el príncipe preguntó: «Hombre de Dios, ¿qué debo hacer para alcanzar la salvación?».

Barlaam le respondió: «Arrepiéntete y recibe el bautismo para el perdón de los pecados; así recibirás el don del Espíritu Santo, que te acercará cada vez más al conocimiento del Dios vivo».

Así sucedió, y Josafat recibió el bautismo. Tras mantener muchas otras conversaciones con el príncipe, Barlaam regresó al desierto.

Cuando el rey se enteró de la conversión de su hijo, hizo todo lo posible para devolverlo a la religión de sus antepasados, aunque fuera a la fuerza. Sin embargo, Josafat logró escapar de todos los ataques y permaneció fiel al Señor, a quien acababa de conocer.

Finalmente, su padre le entregó una parte de su reino y Josafat se convirtió en un gobernante benigno que se ganó el corazón de sus súbditos y, gracias a su fervor, conquistó sus almas para Dios. Al final de su vida, su padre también fue tocado por la gracia del Señor. Así le escribió a su hijo: «¡Hijo del cielo e hijo mío! Pensamientos oscuros se apoderan de mi alma y roban toda la dulzura a mi vida. Mis ojos se han abierto y he visto cómo toda mi gloria se acerca a la ruina, mientras que para ti amanece el sol de la gloria eterna ya aquí, en la tierra». He podido contemplar el libro de mi vida y no he encontrado en él más que vanidad, necedad y pecado. Toda mi vida he apartado mi rostro de la luz de la verdad, he rechazado la salvación y he convertido mis apetencias en dioses. ¡Hijo mío, salva a tu padre de la desesperación que se avecina, arráncame de esta terrible incertidumbre entre la vida y la muerte!».

Josafat le anunció la Buena Nueva y su padre fue bautizado antes de morir. Entonces su hijo asumió el gobierno de todo el reino. Pero, cuando cumplió cuarenta años, entregó su trono a otro cristiano de confianza y él mismo se dirigió al desierto donde se hallaba Barlaam, quien lo acogió en su cueva. Cuando Barlaam murió, Josafat lo enterró junto a la cueva. Él mismo vivió treinta años más como ermitaño.

¡Que estos dos santos intercedan con nosotros ante Dios para que muchas más personas en la India encuentren el camino hacia el único Salvador de la humanidad!

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