San Andrés Avelino: Un sacerdocio a medias no basta

Un joven de buena apariencia no suele tenerlo fácil para escapar de las damas que se han fijado en él. Así le sucedió a Lanceloto Avelino, nacido en 1521 en Castronuovo (Italia), hijo mayor de Giovanni Avelino y Margherita Apelli. En más de una ocasión le sucedió como a José en casa del egipcio Potifar, pero el recuerdo de su querida madre, una mujer de extraordinaria virtud, le preservó de caer en la tentación. No obstante, el interés de las mujeres le persiguió en muchas etapas de su vida y siempre tuvo que velar celosamente por su castidad.

Lanceloto —ese era su nombre de pila— aspiraba al sacerdocio. Cuando era subdiácono, se encargó de la catequesis de los niños, guiándolos hacia una vida piadosa. Pero las insinuaciones del sexo femenino no cesaban, por lo que tuvo que huir a Nápoles. Incluso allí tuvo que cambiar de residencia en varias ocasiones para librarse de las aventuras amorosas de las damas de la alta sociedad. Dominaba su propia concupiscencia mediante un trabajo intenso y un ritmo de vida muy ordenado. Además de teología, Lanceloto estudiaba jurisprudencia. Así, obtuvo muy pronto y con honores el título de doctor en Derecho.

Aunque fue capaz de resistir las tentaciones del sexo opuesto, no podía evitar sentirse atraído por los ofrecimientos del mundo. Aún no había comprendido del todo lo que significaba el sacerdocio y, cuando fue ordenado, la expectativa de gozar de una vida respetable y cómoda con una buena prebenda no ocupaba el último lugar en su lista de prioridades.

Sin embargo, tuvo la suerte de contar con un santo confesor, el padre Foscareno, de la Orden de los Teatinos. Este le hizo reflexionar, pero Lanceloto aún necesitaba una experiencia decisiva. Por vanidad y ambición, incluso siendo sacerdote, le gustaba ejercer de abogado en los litigios de sus amigos. Un día, en contra de la ley y de sus propias convicciones, presentó pruebas falsas solo para no perder el juicio. Este incidente le conmovió profundamente y no le dejaba en paz. Así se narra la experiencia clave que vivió entonces:

Lanceloto Avelino no dejaba de darle vueltas al asunto y no hallaba sosiego, pero finalmente, cuando se acercaba la medianoche, quiso acostarse a dormir. Antes de desvestirse, abrió las Sagradas Escrituras, como de costumbre, para leer un pequeño pasaje. Así lo hacía todos los días y, en aquel día de mentira, su mirada cayó en el versículo que dice: «La boca mentirosa mata el alma».

Lanceloto leyó estas palabras una, dos, tres veces y luego se desplomó como si lo hubieran fulminado. Permaneció toda la noche de rodillas y, en cuanto amaneció, se dirigió a la iglesia más cercana para confesarse. Fue entonces cuando ese santo confesor le habló seriamente a su conciencia, exhortándole a dejar de lado las medias tintas, a abandonar la jurisprudencia y a dedicarse exclusivamente al sacerdocio.

Lanceloto cambió de vida y, a partir de entonces, fue un sacerdote según el corazón de Dios: un ferviente predicador, confesor, apóstol de la caridad, orante y penitente. En toda Nápoles era respetado por su piadosa conducta.

Debido a su buena fama, el arzobispo le encomendó la ardua y poco gratificante tarea de reformar el convento benedictino de Sant’Arcangelo a Baiano, sumido en una profunda decadencia espiritual, y guiarlo de nuevo hacia el cumplimiento de la regla. Sin embargo, las monjas se opusieron a sus intentos de reforma y Avelino fue víctima de varios atentados por parte de personas mundanas que entraban y salían del convento y que ahora temían perder sus libertades. Sobrevivió a los atentados, pero no sin resultar gravemente herido. A duras penas logró refugiarse en el convento de los teatinos.

Apenas se recuperó de las puñaladas, pidió de rodillas ser admitido en la estricta orden. Así, a los treinta y seis años, comenzó el noviciado y adoptó el nombre religioso de Andrés. El mártir de la cruz sería su patrono especial.

En el convento, Andrés se convirtió en un religioso ejemplar que seguía concienzudamente la estricta regla y crecía en sabiduría y conocimiento. Durante diez años ocupó el cargo de maestro de novicios. Además, Avelino llegó a ser un confesor y director espiritual muy solicitado por personas de todas las clases sociales. Tenía el don de consolar y animar a los pecadores. «Confiésate y Dios te ayudará» era su lema.

Hasta el final de su vida ejerció la dirección espiritual también por escrito, redactando miles de cartas. Le fueron confiadas muchas tareas. Fue nombrado rector de un seminario y de un asilo para prostitutas arrepentidas. Cabe mencionar que, en todos estos cargos, Andrés realizó una labor muy fructífera, combinando su fervorosa oración con una vida ascética. Como ferviente defensor de la pureza del clero, incansable en la confesión y en la visita a los enfermos, ejerció una gran influencia en su época, hasta el punto de que hombres como san Carlos Borromeo y otros obispos fervorosos acudían a él en busca de consejo y para solicitar su ayuda en asuntos eclesiásticos de gran importancia. Gracias a su labor, la orden de los teatinos se extendió por muchas diócesis.

Dios le había guiado no solo para transformar un sacerdocio a medias en uno pleno, sino también para afrontar el reto de una vida religiosa estricta. De este modo, su vida se volvió fecunda para muchas personas.

Incluso su muerte fue una gran muestra del amor de Dios. El 10 de noviembre de 1608, apenas comenzada la celebración de la Santa Misa, solo llegó a pronunciar las palabras Introibo ad altare Dei (Entraré al altar de Dios). Entonces sufrió un ataque de apoplejía. Lo llevaron a su habitación, donde murió pacíficamente tras unas horas de sufrimiento, durante las cuales mantuvo la mirada fija en una imagen de la Virgen María con el Niño.

¡San Andrés Avelino, ruega por los sacerdotes y religiosos para que, por gracia de Dios, sepan responder a la alta dignidad de su vocación!

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Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/pecado-y-perdon-2/

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