1Jn 5,1-13
Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ése ha nacido de Dios; y todo el que ama a quien le engendró, ama también a quien ha sido engendrado por Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Porque el amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son pesados, porque todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Éste es el que vino por el agua y por la sangre: Jesucristo. No solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre.
Y es el Espíritu quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Pues son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres coinciden en lo mismo. Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios. En esto consiste el testimonio de Dios: en que ha dado testimonio de su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios lleva en sí mismo el testimonio. El que no cree a Dios le hace mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo. Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo de Dios tiene la vida; quien no tiene al Hijo tampoco tiene la vida. Os escribo estas cosas, a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna.
Solo a través del Espíritu Santo podemos reconocer a Jesús como el Señor, el Mesías y el Hijo de Dios. Esta certeza es esencialmente distinta a la concepción de Jesús como un maestro, un profeta o un sabio. Quienes sostienen esta postura aún no han llegado a la conclusión decisiva y, por tanto, como dice san Juan, aún no han nacido de Dios.
Para comprender y aceptar conscientemente el plan salvífico de Dios, es indispensable reconocer a Jesús como el Hijo de Dios. En el diálogo con representantes de otras religiones, siempre debemos tener claro que se trata de ayudarles a superar los posibles obstáculos que les impiden alcanzar este conocimiento. En efecto, el verdadero amor a Dios y al prójimo siempre aspira a que todos lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4). Si perdiéramos de vista este objetivo, el diálogo interreligioso se vería privado de su sentido más profundo y contribuiría a confundir a los fieles. Además, estaríamos privando a nuestros interlocutores de la gracia que Dios tiene prevista para todos los hombres.
La verdad del conocimiento de Cristo debe manifestarse en el amor. En primer lugar, demostramos nuestro amor a Dios cumpliendo sus mandamientos. San Juan insiste en que éstos no son pesados. Con ello quiere decir que, si vivimos y permanecemos en la gracia de Dios, recibiremos de Él la ayuda necesaria para observarlos.
Escuchemos la voz de la Iglesia a este respecto: «Si alguno dijere,que es imposible para el hombre, aun justificado y constituido en gracia, observar los mandamientos de Dios; sea excomulgado» (Concilio de Trento, 6.ª sesión, canon 18). En esto también se demuestra que la fe vence al mundo, ya que para el creyente es natural cumplir los mandamientos. Quien ha nacido de Dios recibe la gracia para superar todas las dificultades y desafíos que se le presentan.
Al haber sido engendrados por Dios, resulta evidente que amamos a quienes están unidos a nosotros en Cristo y recorren junto a nosotros el camino del Señor como hijos de Dios.
Evidentemente, el apóstol Juan quiere fortalecer a la comunidad en la fe, pues esta está expuesta a constantes ataques, incluso desde dentro, por parte de los falsos maestros. Es probable que San Juan haya expresado estas verdades con tanta claridad en respuesta a quienes negaban que Jesús fuera el Cristo. En este sentido, resalta aún más el testimonio que Dios da de su Hijo: «Pues son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres coinciden en lo mismo».
Podemos entender el agua como símbolo del nuevo nacimiento que recibimos a través del bautismo. La sangre representa la reconciliación con Dios, pues «sin derramamiento de sangre no hay remisión» (Hb 9, 22). El Espíritu Santo, por su parte, da testimonio de las verdades de la fe y nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14, 26).
Así pues, Dios mismo ha dado testimonio de su Hijo. Por eso es cierto que «el que cree en el Hijo de Dios lleva en sí mismo el testimonio». De este modo, nosotros mismos nos convertimos en testigos vivos de la obra salvífica que Dios realizó a través de su Hijo y que ha de ser llevada al mundo entero. Una vez más, san Juan subraya con su estilo contundente: «El que no cree a Dios, le hace mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo».
Los cristianos a los que se dirige esta carta han sido bien preparados por el apóstol para permanecer fieles a su fe. Finalmente, les asegura: «Os escribo estas cosas a vosotros, los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna».
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Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/anunciar-el-evangelio-sin-recortes/