El camino de la verdad

1Jn 1,8–2,5

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros.

Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la víctima propiciatoria por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo. En esto sabemos que le hemos conocido: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: ‘Yo le conozco’, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y en ése no está la verdad. En cambio, quien guarda su palabra, en ése el amor de Dios ha alcanzado verdaderamente su perfección. En esto sabemos que estamos en Él.

El pecado significa separación de Dios.

Era lo peor que podía sucedernos en el Paraíso y, por desgracia, ocurrió. Hasta el día de hoy podemos constatar sus devastadoras consecuencias y, con dolor, tenemos que reconocer que, en lo que respecta al pecado, el mundo no ha mejorado. Antes bien, ha empeorado, porque en muchas naciones de la Tierra, que en otro tiempo habían recibido el anuncio del Evangelio y las personas habían pasado de la ignorancia a la luz de Dios, vemos cómo se echa a perder cada vez más el tesoro de la gracia divina. Las personas acumulan pecado tras pecado, volviéndose incapaces de trabajar por la verdadera paz y contribuyendo a la expansión de la oscuridad. Así, también vuelve la ignorancia, pero no se trata ya de aquella ignorancia en la que vivía la humanidad antes de la venida de Jesús al mundo, que Dios pasó por alto (cf. Hch 17,30), sino de una oscuridad mucho mayor, pues es el rechazo a la gran luz que se manifestó en la tierra: el Hijo de Dios.

Sin embargo, no estamos a merced del pecado, como si éste pudiera determinar nuestra vida sin que nosotros podamos hacer nada para evitarlo. La Carta de san Juan nos muestra un claro camino para salir de él: en primer lugar, debemos reconocer que somos pecadores, que no estamos a la altura de lo que el Señor quiere de nosotros y que, a veces, incluso actuamos de forma contraria a su voluntad.

Podemos constatar la veracidad de lo que dice san Pablo: «Veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado» (Rm 7,23). O se hace realidad la paradoja descrita en el Libro de Oseas: «Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí» (Os 11,2). Si reconocemos que, a pesar de nuestros sinceros esfuerzos, esta contradicción también sucede en nosotros, entonces no nos engañamos a nosotros mismos y la verdad está en nosotros.

Cuando confesamos sinceramente nuestros pecados, nuestro Señor, fiel y justo, responde perdonando nuestras culpas y purificándonos de toda iniquidad. Gracias a la fe, sabemos que esto se hace realidad a través de la muerte y resurrección de nuestro Redentor. San Juan enfatiza: «Si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la víctima propiciatoria por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo».

Podemos y debemos apelar a ello para que la obra de la Redención se haga eficaz en nosotros. Entonces, seremos levantados y fortalecidos para continuar nuestro camino con renovado ánimo y confianza.

¿En qué consiste este camino?

La Carta de san Juan nos lo deja claro y sus palabras no solo se dirigen a nosotros personalmente. Al igual que Jesús dio su vida por la salvación de toda la humanidad, cada persona tiene la obligación de cumplir los mandamientos de Dios y seguir a su Hijo. El Apóstol no deja lugar a dudas al respecto: «Quien dice: ‘Yo le conozco’, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y en ése no está la verdad».

Una vez más, vemos que es una contradicción intrínseca si, por un lado, confesamos al Señor como nuestro Salvador y llevamos su nombre, y por otro, no hacemos todo lo posible por cumplir sus mandamientos y vivir según su Palabra. Sobre esto no podemos autoengañarnos ni dejarnos engañar por tendencias relativistas y erróneas, ya provengan del mundo o del ámbito eclesiástico.

El pasaje de hoy concluye mostrándonos la lógica mediante la cual podemos reconocer si vivimos en Dios: se demuestra cuando obedecemos su Palabra. Si lo hacemos, tendremos verdadera comunión y el Apóstol incluso nos asegura que «quien guarda su Palabra, en ése el amor de Dios ha alcanzado verdaderamente su perfección».

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Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/la-sencillez-del-discipulo/

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