Memorias del Paraíso

Sb 8,1-6

Lectura correspondiente a la memoria de Santa Hildegarda de Bingen

La sabiduría se propaga decidida de uno al otro confín y gobierna todo con acierto. Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me empeñé en hacerla mi esposa, enamorado de su belleza. Su intimidad con Dios ennoblece su linaje, pues el dueño de todo la ama. Está iniciada en el conocimiento de Dios y es la que elige sus obras. Si la riqueza es un bien apetecible en la vida, ¿qué cosa más rica que la sabiduría, que todo lo hace? Si la inteligencia trabaja, ¿quién sino la sabiduría es el artífice de cuanto existe?

Hoy tenemos la dicha de hablar de una santa a la que nosotros, como Harpa Dei, hemos llegado a conocer sobre todo a través de su música. Se trata de santa Hildegarda de Bingen, doctora de la Iglesia y una figura muy significativa de la Baja Edad Media.

Para empezar, algunos datos biográficos sobre santa Hildegarda: nació en 1098 en el valle del Rin, como décima hija del caballero Hildeberto de Bermersheim y su esposa, Matilde. A los ocho años, sus padres la entregaron a la eremita Jutta de Sponheim para que ella la instruyera espiritualmente. En el monasterio de Disibodenberg, la pequeña Hildegarda aprendió el canto de los salmos. La joven disfrutaba de esta amplia formación. A los quince años, Hildegarda hizo los votos solemnes y se convirtió en monja benedictina. A los 38 años, fue elegida por unanimidad como madre espiritual del convento femenino, que se encontraba aún en etapa de desarrollo.

Hildegarda recibió el don de una comprensión sobrenatural de los caminos de Dios. A través de sus visiones, le eran revelados los misterios más profundos de las Sagradas Escrituras. Una comisión nombrada por el Papa de la época examinó y confirmó el don de visión de santa Hildegarda de Bingen.

Trascendiendo las fronteras del monasterio, Hildegarda adquirió una gran fama. Muchas personas acudían a ella en busca de consejo y ayuda. Se sabe que mantuvo una amplia correspondencia con personalidades destacadas, tanto del ámbito político como eclesiástico. Pero también las personas sencillas se dirigían a Hildegarda por escrito para solicitar su consejo. Sus numerosas cartas, tanto al pueblo sencillo como a importantes figuras, le valieron los sobrenombres de «la Sibila del Rin» y «la mensajera de Dios». También en sus cantos puede apreciarse la rica perspectiva de sus visiones. Santa Hildegarda murió a los 81 años de edad.

Se podrían decir muchas otras cosas sobre esta santa: sobre sus escritos, su medicina, su extraordinario ministerio de la predicación, etc. Sin embargo, queremos enfocarnos en la música sacra que nos dejó como legado, música que, en sus experiencias místicas, ella habría escuchado de los mismísimos ángeles y que luego plasmó en notas. Por eso, de entre las muchas palabras que nos dejó, hemos escogido una frase que se nos ha vuelto muy importante en la misión que el Señor nos ha encomendado. Decía Santa Hildegarda:

La música es “el único recuerdo, casi olvidado, de aquel estado primitivo que perdimos al perder el Paraíso.”

Tanto en nuestras meditaciones diarias como en toda nuestra misión, la música sacra ocupa un lugar muy importante. San Agustín dijo que la oración cantada es doble oración.

La música sacra, que en el caso de nuestra Iglesia Católica Romana es, fundamentalmente, el canto gregoriano, ha desaparecido casi por completo de la Iglesia en estos tiempos. Se la ha reemplazado por géneros musicales menos trascendentes y, no pocas veces, por música banal o del todo inapropiada para las acciones litúrgicas, ¡con lo que se está echando a perder aquello que santa Hildegarda llamaba la «memoria del Paraíso»!

En efecto, cuando se canta el gregoriano de forma natural —y lo mismo se puede decir de la música bizantina en la Iglesia Oriental—, despierta en el alma el anhelo por el cielo. El alma puede asimilar muy profundamente esta música y sentirse «en casa» en ella. Pero hoy en día es necesario volver a descubrir el misterio de estos cantos, ya que al alma apenas se le ofrece este alimento espiritual. Así, la Iglesia también está perdiendo una importante dimensión que forma parte de su identidad.

El siguiente ejemplo podría ayudarnos a entender mejor lo que queremos decir: supongamos que en la Santa Misa ya no se proclamara la Palabra de Dios y, en su lugar, se contaran historias o cuentos. Si eso sucediera, el alma se vería privada de ese alimento esencial que recibe a través de las palabras de la Sagrada Escritura. Quizá con el tiempo se acostumbraría a esa pérdida, pero en lo más profundo quedaría un vacío. Solo cuando vuelva a encontrarse con la Palabra de Dios, se dará cuenta de lo que había estado echando de menos.

Algo similar puede suceder al entrar en contacto con la música sacra. En el alma se despierta de nuevo el recuerdo del Paraíso, del hogar del que procede y al que Dios quiere llevarla de regreso. Recién ahora se da cuenta de lo que le había estado faltando y se enamora de su belleza, por decirlo con las palabras de la lectura de hoy. También podemos aplicar a la música sacra la frase que sigue a continuación en el texto, porque en ella se ha infundido la sabiduría divina: «Su intimidad con Dios ennoblece su linaje, pues el dueño de todo la ama».

Con sus composiciones musicales, santa Hildegarda nos ha ayudado a descubrir con mayor profundidad la belleza del canto gregoriano, y sus propios cantos, muy similares a este, también nos recuerdan al Paraíso.

Así, la música sacra ayuda a redescubrir aspectos esenciales de la identidad de nuestra Iglesia y ofrece a las almas ese alimento que en lo más profundo anhelan, porque esta música glorifica a Dios, y no hay mayor sabiduría que dar gloria a Dios.

Descargar PDF

Supportscreen tag