Evangelio de San Juan (Jn 5,1-18 ): Una curación en la piscina de Betesda  

Con ocasión de una fiesta de los judíos, Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén una piscina Probática llamada en hebreo Betzatá, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo tiempo, le dijo: “¿Quieres recobrar la salud?” Le respondió el enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro se mete antes que yo.” Jesús le dijo: “Levántate, toma tu camilla y anda.” El hombre recobró al instante la salud, tomó su camilla y se fue andando. 

Pero como aquel día era sábado, los judíos dijeron al que había sido curado: “Es sábado y no te está permitido llevar la camilla.” Él les respondió: “El que me ha devuelto la salud me ha dicho: ‘Toma tu camilla y anda.’” Ellos le preguntaron: “¿Quién es el hombre que te ha dicho eso?” Pero el curado no sabía quién era, pues Jesús había desaparecido entre la multitud que había en aquel lugar. Más tarde, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: “Mira, has recobrado la salud; no peques más, para que no te suceda algo peor.” El hombre se fue a decir a los judíos que era Jesús el que le había devuelto la salud. Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado. Pero Jesús les replicó: “Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo.” Por eso, los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios. 

Durante muchos años, aquel hombre yacía junto a la piscina de Betesda en la así llamada “Puerta de las ovejas”, con la esperanza de ser curado. Como muchos otros enfermos, esperaba a que el agua de la piscina se agitara. Se decía que, de tiempo en tiempo, el ángel del Señor descendía a la piscina y agitaba el agua; y el primero que se metía después de la agitación recobraba la salud de cualquier mal que tuviera. Pero, debido a su discapacidad física, este pobre hombre siempre llegaba demasiado tarde, y no tenía a nadie que lo metiera a tiempo en la piscina. Una situación desesperada para él…

Pero Jesús, el “Señor de los ángeles”, que había llegado a Jerusalén para la fiesta de los judíos, vio su necesidad y se compadeció de él, diciéndole: “Levántate, toma tu camilla y anda.” El hombre recobró al instante la salud, tomó su camilla y se fue andando.

Aquel día era sábado, y el cargar una camilla era considerado trabajo, cosa que estaba prohibida durante el “Día del Señor”. Así, los judíos se escandalizaron y confrontaron al hombre. Él les contó su historia y posteriormente, puesto que querían saberlo, les dijo que era Jesús quien le había curado.

Aquel hombre se había encontrado de nuevo con Jesús en el Templo, y allí el Señor le advirtió que no volviera a pecar para que no le suceda algo peor. A primera vista, parecería que, con estas palabras, se establece una conexión entre el pecado y la enfermedad, en caso de que Jesús, al hablar de “algo peor”, estuviese refiriéndose a una enfermedad física y no a la corrupción del alma por el pecado. Sin embargo, en otro pasaje de este evangelio el Señor rechaza explícitamente tal conexión. Cuando sus discípulos, al ver a un ciego de nacimiento, le preguntaron si él o sus padres pecaron para que naciera así, les respondió: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,1-3).

En todo caso, acatemos también nosotros la exhortación del Señor de no volver a pecar, una advertencia que debe resultar particularmente marcante después de haber experimentado una curación milagrosa como la de ese hombre en la piscina de Betesda. Por un lado, la gratitud por lo que Jesús hizo y, por el otro lado, la advertencia de no pecar más.

Una vez que los judíos supieron que era Jesús quien había curado al enfermo, comenzaron a perseguirle, considerando que había quebrantado la ley del sábado. En el Evangelio de San Lucas podemos ver claramente lo que Jesús pensaba sobre esta cuestión. En el capítulo 14 se lee:

“Un sábado, entró a comer en casa de uno de los principales fariseos y ellos le estaban observando. Y resultó que delante de él había un hombre hidrópico. Y tomando la palabra, les dijo Jesús a los doctores de la Ley y a los fariseos: ‘¿Es lícito curar en sábado o no?’ Pero ellos callaron. Y tomándolo, lo curó y lo despidió. Y les dijo: ‘¿Quién de vosotros, si se le cae al pozo un hijo o un buey, no lo saca enseguida un día de sábado?’ Y no pudieron responderle a esto” (Lc 14,1-6).

En lugar de alegrarse por la curación de ese hombre que había sufrido durante tantos años, en lugar de reconocer que era la obra de Dios, los judíos cerraban cada vez más su corazón a Jesús. El Señor les había invitado a comprender, no sólo a través de la curación milagrosa en sí, sino al darles la clave en su respuesta: “Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo.”

Les había allanado así el camino para que comprendiesen más profundamente quién era Él. Los judíos sólo hubieran tenido que emprender este camino, aunque al principio lo hicieran vacilantes. Un solo paso en la dirección correcta le habría permitido al Espíritu Santo guiarlos más allá. Pero sucedió lo contrario. El hecho de que Jesús se refiriera a Dios como su Padre lo consideraron una blasfemia, ya que “se hacía a sí mismo igual a Dios”. Sus corazones endurecidos se hundieron ahora de lleno en la oscuridad, y lo que surgió fue mortífero, pues “trataban con mayor empeño de matarle.”

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