Para avanzar en la vida espiritual es esencial obedecer al Espíritu Santo. Él es nuestro guía y maestro interior. Cuando nos familiarizamos con Él y aprendemos a escuchar y seguir cada vez mejor su voz, nuestro camino espiritual puede volverse más ligero y ágil.
Después de que el Espíritu Santo nos ha conducido a la primera conversión (me refiero a aquel momento crucial en que se toma la clara decisión de seguir a Jesús y no anteponerle nada, a diferencia de una actitud indecisa e indiferente hacia Dios), Él seguirá llevando a cabo su obra en nuestro interior (Véase la conferencia del Hno. Elías “El camino de la primera a la segunda conversión”: https://www.youtube.com/watch?v=Zn5k-uC4ko8&t=3742s).
Así como la decisión que tomamos en nuestra primera conversión es la respuesta auténtica al amor de Dios, también lo son todos los pasos posteriores en el camino de la santificación.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5,5) y quiere ejercer en ellos su suave dominio. En nuestra primera conversión hemos dado el “sí” fundamental a esta obra de Dios en nosotros, y ahora el Espíritu Santo quiere llevarla adelante. En este sentido, la eficacia de su obra dependerá de nuestra colaboración, en cuanto que debemos dar los pasos necesarios en este camino. El Espíritu Santo no ejerce coacción ni presión sobre nosotros, porque éstas son ajenas a la esencia del amor. Antes bien, Él nos atrae, nos corteja, nos hace recordar y nos advierte; a veces también interviene impidiendo que tomemos el camino equivocado, pero jamás nos obliga, pues esto restringiría nuestra libertad.
Entonces, vemos aquí un primer criterio para identificar la acción del Espíritu de Dios. Insisto en que esto no significa que Él no pudiese o debiese amonestarnos contundentemente, porque, de hecho, ya le hemos dado nuestro “sí” a Dios y no queremos detenernos ni mucho menos retroceder en el camino hacia la unificación con Él.
Consideremos al Espíritu Santo como nuestro amigo y maestro divino, que no quiere otra cosa que despertar cada vez más en nosotros el amor y convertirnos en aquello que somos por vocación: los amados hijos de Dios, que de buena gana cumplen su Voluntad y quieren adherir plenamente su propia voluntad a la suya.
Llegados a este punto, hemos hecho mención de la meta de nuestro camino espiritual, que consiste precisamente en la unificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios. Todo camino espiritual auténtico tendrá este mismo objetivo: la unión de voluntades con Dios. La oración que día a día pronunciamos en el Padrenuestro –“Hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo”– se aplica también a nuestra propia vida. Queremos que, de la misma manera como se cumple la Voluntad de Dios en el cielo, se cumpla también en nosotros.
Para este camino tenemos un guía y maestro, que es a la vez nuestro amigo divino, y también sabemos con claridad cuál es la meta. Muchos otros acompañantes estarán a nuestro lado, especialmente la Virgen María y los ángeles y santos, que nos esperan en el más allá. Pero esperamos poder contar también con consejos sabios de personas espirituales aquí en la tierra.
Si permanecemos en el marco de la auténtica doctrina y moral de la Iglesia, sin dejarnos influenciar por los errores del modernismo, nos moveremos en “terreno seguro”. Los santos sacramentos harán el resto para ayudarnos una y otra vez en nuestra debilidad, alimentándonos con el maná celestial en nuestro peregrinar por el “desierto terrenal”. Por tanto, tengamos ánimo y encomendémonos enteramente a la guía de Dios, como lo hizo María. Así alcanzaremos nuestra meta, sostenidos por la gracia de Dios.
Las virtudes
Conocemos las así llamadas “virtudes teologales” y las virtudes humanas o morales, que se adquiere mediante los esfuerzos humanos. Mientras en las virtudes teologales Dios coloca todo su poder sin nuestra colaboración, las virtudes morales nos las infundió el día del bautismo como una semilla, pero dejó al hombre el trabajo de desarrollarlas a base de hábitos y voluntad, siempre movido por la gracia de Dios. De estas virtudes morales cuatro se destacan de forma especial, por lo que se las denomina “virtudes cardinales”: prudencia, templanza, fortaleza y justicia.
Aunque la prudencia tiene la primacía entre las cuatro, quisiera hoy –en contexto con el camino de seguimiento del Señor– enfocarme en la virtud cardinal de la fortaleza. Ésta no debe confundirse con el don de fortaleza, aunque tengan el mismo nombre.
Esta virtud, que se despliega a través de los esfuerzos de nuestra voluntad, desempeñará un papel fundamental en el camino espiritual. Nos enseñará a no rendirnos ante la menor resistencia que encontremos en el seguimiento de Cristo y a soportar las adversidades. Fácilmente sucede que el miedo nos invade o que otros nos lo provocan, dándonos la impresión de que el camino que acabamos de emprender es demasiado empinado, demasiado difícil. También nos veremos confrontados con nuestras propias debilidades y podríamos dejarnos intimidar por ellas.
A esto viene a añadirse el hecho de que nuestro entorno muchas veces es ajeno o incluso hostil a la fe cristiana. Tal vez nos encontremos con personas que ridiculizan nuestra fe o la presentan como una exageración. Tampoco podemos descartar que suframos ciertas persecuciones o seamos marginados por causa de nuestra fe…
Pero probablemente lo más difícil sea cuando sintamos que hemos fallado, cuando perdamos el ánimo y se desvanezca la confianza. Entonces estaremos en peligro de tirar la toalla o debilitar las exigencias del camino espiritual, optando por uno que implique menos resistencias.
Debemos estar conscientes de que los 3 enemigos de nuestra alma –a saber, nuestra naturaleza humana caída, el mundo y especialmente el diablo– harán todo lo posible por disuadirnos de emprender un camino de seguimiento más intenso. El demonio, por su parte, teme perder su influencia sobre el alma, y además se preocupa de que ésta podría convertirse en un apóstol que conquiste a otras almas para el Reino de Dios, arrancándolas de sus garras.
Nuestra naturaleza caída teme los esfuerzos reales o imaginarios que podría costarnos el camino de seguimiento, y rehúye la ascética y cualquier restricción en su deseo de placer.
Finalmente, el mundo en su vanidad no quiere soltarnos y se alaba a sí mismo como algo apetecible.
No obstante, la virtud de la fortaleza, sostenida por la gracia de Dios, se mantiene firme en el camino emprendido, pase lo que pase. Esto no significa que ya no volvamos a sentir miedo. Incluso una persona que por naturaleza es temerosa puede llegar a ser valiente y fuerte, superando el miedo y haciendo lo correcto a pesar de su miedo.
La semilla de la fortaleza que Dios infundió en nosotros debe convertirse en una sólida virtud al ejercitarnos en ella. Así como uno llega a ser humilde a través de los actos concretos de humildad, también llega a ser fuerte y valiente mediante actos de fortaleza.
Para concluir esta meditación, escuchemos una simpática frase de la escuela del Carmelo, que Santa Teresita del Niño Jesús le dirigió a una de sus novicias: “No importa que no tengas valor, si tan solo actúas como si lo tuvieses.”