Fil 2,12-18
Ya que siempre habéis obedecido, no sólo cuando yo estaba presente, sino mucho más ahora en mi ausencia, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues es Dios quien, por su benevolencia, realiza en vosotros el querer y el obrar. Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para que seáis irreprochables y sencillos hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, en medio de la cual brilláis como estrellas en el mundo, manteniendo en alto la palabra de la vida. Así, en el Día de Cristo, seréis mi orgullo, ya que sentiré que no he corrido ni me he fatigado en vano. Y aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros. De igual manera, también vosotros alegraos y congratulaos conmigo.
La alegría que brota de la fe… Apenas puede haber algo que sea más atrayente para los demás que un cristiano que vive en esta alegría. El gozo del que habla San Pablo no es simplemente un estado de ánimo optimista propio de nuestra naturaleza humana, por más agradable que sea tratar con una persona de un temperamento así. La alegría a la que aquí se refiere es un fruto del Espíritu Santo; una alegría que no se desvanece ni siquiera cuando llega el sufrimiento y las persecuciones, cuando los lados oscuros de la vida parecen ganar dominancia y desaparecen los motivos de una alegría meramente natural.
Recuerdo a un sacerdote de Bélgica, entretanto ya fallecido, que a veces celebraba la Santa Misa en nuestra comunidad. Él pertenecía a otra comunidad, llamada “Foyer de Charité”, cuyo origen se relaciona estrechamente con una mujer muy unida a Dios, Marthe Robin. Ella estuvo paralítica durante mucho tiempo. El mencionado sacerdote la visitó un día, y se dijo a sí mismo que reconocería la autenticidad de su vocación mística si ella vivía en alegría a pesar de su sufrimiento. Efectivamente, se encontró con una mujer que reflejaba aquella alegría que brota de una profunda relación con Dios, como fruto del Espíritu. Esto fue lo que le convenció, y fue así como se hizo miembro de esta comunidad.
En la lectura de hoy, el Apóstol San Pablo nos da algunas pautas para que pueda crecer en nosotros esta alegría espiritual.
En primer lugar, habla de la obediencia… Al igual que los cristianos de Filipo, también nosotros estamos llamados a recorrer en obediencia el camino de seguimiento de Cristo. La obediencia no es, de modo alguno, una actitud que oprime a la persona; sino que es la disposición fundamental para dejarse guiar por Dios, poniendo en segundo plano los propios deseos e ideas. En la práctica concreta de la obediencia, la guía de Dios y su gracia pueden hacerse eficaces en nuestra vida sin obstáculos. Nuestro modelo es siempre el Señor mismo, quien fue obediente hasta la muerte (cf. Fil 2,8). Como fruto de esta obediencia por amor a Dios, crece la alegría de vivir en unión con Él, de glorificarlo y de permitir que su Voluntad se cumpla en nuestra vida. Para que la obediencia sea realmente alegre, es importante que no suceda simplemente de forma mecánica, o, peor aún, que adopte rasgos de servilismo. Debe resultar del amor al Señor y, por tanto, debe darse en libertad interior.
El segundo consejo importante que nos da la lectura de hoy es que hemos de trabajar con temor y temblor en nuestra salvación. Con estas palabras, se desvanece toda falsa seguridad en lo que respecta a nuestra salvación. Existe el riesgo de volvernos negligentes en la fe y en el camino de la salvación, de sentirnos demasiado seguros y caer incluso en una actitud de santurronería, que cree tener el derecho de juzgar a otros y fácilmente se vuelve ciega en relación a las propias faltas.
En este contexto, el “temor y temblor” significa estar conscientes de la responsabilidad que tenemos ante Dios y ante los demás por nuestra vida, e intentar seriamente vencer nuestras actitudes equivocadas, así como también los así llamados pecados veniales… Si hacemos esto, la alegría brotará como un fruto que va de la mano con la digna seriedad del camino de Cristo.
Escuchamos también la exhortación de San Pablo a hacerlo todo “sin murmuraciones ni discusiones”. Esto significa cumplir gustosamente la Voluntad de Dios, en la medida en que se hace eficaz en nosotros el don de piedad y aprendemos a vencer las resistencias que proceden de nuestra naturaleza humana. ¡También de ello nace la verdadera alegría!
Finalmente, se nos aconseja mantener en alto la palabra de la vida; es decir, aferrarnos a las palabras de la Sagrada Escritura. En efecto, la Palabra de Dios es luz en la oscuridad y otorga verdadera vida. Cuanto más profundamente la degustemos, tanto más difundirá en nosotros su luz, de modo que crecerá la alegría en Dios y en su Palabra.