Ef 4,7-16
A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida de los dones de Cristo. Por eso dice la Escritura: ‘Subiendo a la altura, llevó cautivos y repartió dones a los hombres’. ¿Qué quiere decir “subió” sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Éste que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenar el universo. Él mismo dispuso que unos fueran profetas; otros, evangelizadores; otros, pastores y maestros, para organizar adecuadamente a los santos en las funciones del ministerio. Y todo orientado a la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la plena madurez de Cristo.
Así ya no seremos como niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error. Por el contrario, viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo -compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen según la energía correspondiente a la función de cada miembro- va consiguiendo su crecimiento para su edificación en la caridad.
En primera instancia, el Apóstol habla de los diversos ministerios que Dios dispuso para la edificación del cuerpo de Cristo. Todos ellos han de cooperar para que “lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios”.
Lamentablemente ya en este punto tenemos que detenernos y lamentarnos ante San Pablo de que las cosas actualmente no estén así… Es evidente que no pocos católicos ya no se toman tan en serio la doctrina vinculante de la Iglesia. Se oyen cada vez más declaraciones y se perciben acciones que se apartan del Magisterio y del Evangelio. Pero si no hay “unidad en la fe”, se oscurece también el conocimiento del Hijo de Dios, y una sombra se cierne sobre la Iglesia. Esto, a su vez, impide llegar “al estado de hombre perfecto, a la plena madurez de Cristo”.
Por tanto, si queremos que se hagan realidad las palabras de San Pablo, hemos de estar muy atentos a permanecer fieles a la doctrina y a la Tradición de la Iglesia, para que no estemos a merced del engaño ni seamos inducidos a error. Hace parte de la madurez de una persona el ser capaz de aferrarse a lo que haya reconocido como verdad y no permitir que se la vuelva a poner en tela de duda (por ejemplo, mediante especulaciones teológicas, por una falsa compasión u otras circunstancias).
Hay que advertir claramente que, en la actualidad, se están presentando muchos falsos maestros, que quieren adaptar el pensar y actuar de la Iglesia al mundo. Les disgusta que la Iglesia se aferre a posturas que consideran anticuadas, porque “hoy el mundo piensa distinto”. Estos tales confunden a los fieles, particularmente cuando son ellos mismos quienes en realidad están llamados a servir de forma especial a la edificación del cuerpo de Cristo.
San Pablo nos da el consejo decisivo sobre cómo lidiar con situaciones tan difíciles: vivir la verdad con caridad –nos dice en la lectura de hoy.
Ciertamente podríamos –con el consentimiento del Apóstol– definir esta actitud como “amor a la verdad”. El aferrarse a la doctrina y, por tanto, a la verdad, es una expresión de gran amor y fidelidad a Dios. Precisamente eso era lo que Dios quería de su Pueblo: que permanecieran fieles a Él, a su Palabra, a su promesa, a su declaración de amor a ellos.
Arraigarse en la verdad significa –en términos de San Pablo– ya no “ser como niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina”. Entonces la verdad, que es Jesús mismo (cf. Jn 14,6), echará raíces en nosotros y nos sostendrá cuando se nos acerquen engaños y mentiras. Será nuestro Amigo divino –el Espíritu Santo– quien entonces nos recuerde lo que el Señor ha dicho (cf. Jn 14,26), de modo que logremos apartarnos del engaño.
Nuestra respuesta a todas las falsas doctrinas será ésta: “Movidos por la caridad, queremos vivir en la verdad.” Y esta verdad está contenida en la Sagrada Escritura y en el Magisterio. Nadie puede cambiarla, “aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto…” (Gal 1,8). Además, éste sería un ángel caído, al que de todos modos no le prestaremos oído.