Más allá de la justicia

Mal 3,13-20a

“Vuestros discursos son arrogantes contra mí –oráculo del Señor–. Vosotros objetáis: ‘¿Cómo es que hablamos arrogantemente?’ Porque decís: ‘No vale la pena servir al Señor; ¿qué sacamos con guardar sus mandamientos?; ¿para qué andamos enlutados en presencia del Señor de los ejércitos? Al contrario: nos parecen dichosos los malvados; a los impíos les va bien; tientan a Dios, y quedan impunes.’ 

Entonces los hombres religiosos hablaron entre sí: ‘El Señor atendió y los escuchó.’ Ante él se escribía un libro de memorias a favor de los hombres religiosos que honran su nombre. Me pertenecen –dice el Señor de los ejércitos– como bien propio, el día que yo preparo. Me compadeceré de ellos, como un padre se compadece del hijo que lo sirve. Entonces veréis la diferencia entre justos e impíos, entre los que sirven a Dios y los que no lo sirven. Porque mirad que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir –dice el Señor de los ejércitos–, y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas.”

Es un gran engaño creer que se puede vivir sin buscar a fondo la verdad. Aunque aparentemente parezca que funciona, en lo profundo del alma queda un vacío, porque ella ha sido creada para Dios. El engaño va aún más allá cuando se cree que da lo mismo si se sirve a Dios o no; cuando se tiene un concepto equivocado de la paciencia de Dios, como si eso significaría que el hombre pudiese hacer y dejar de hacer lo que quiera, sin que el Señor intervenga.

Pero, a los que intentan seguir los caminos de Dios, puede a veces resultarles difícil entender por qué Él espera tanto para aplicar su justicia. Este cuestionamiento lo escuchamos en los salmos, lo expresan los discípulos (cf. Lc 9,54) y también resuena en el Apocalipsis (6,10).

Pero la lectura de hoy nos exhorta a tener gran paciencia y profunda confianza. ¡Todo está y seguirá en manos de Dios!

Nosotros, los hombres, tenemos un anhelo de justicia, y en ese sentido es lícito preguntarle al Señor por qué los malvados y perversos aparentemente viven bien, mientras que a menudo el justo tiene mucho que sufrir. Esto no significa caer en una especie de fariseísmo, destacando nuestros propios méritos y comparándolos con las acciones de otras personas… Pero de lo profundo de nuestra alma pueden surgir tales cuestionamientos, o también pueden ser otras personas las que nos plantean estas dudas…

Nosotros, como cristianos, vamos más allá de buscar reestablecer la justicia por nosotros mismos. Nuestros ojos se abren y nos preocupamos por aquellos que hacen el mal y no viven de acuerdo a los preceptos de Dios. ¿Qué es lo que sucederá con ellos, si no se arrepienten por lo que están haciendo? ¿Cómo se presentarán ante Dios, cuando su vida está enredada en el pecado? ¿Todavía será posible una conversión, cuando la soberbia se ha adentrado profundamente en el corazón de la persona?

Al tener la mirada puesta en la misericordia de Dios, que anhela la conversión del pecador, nos convertimos en “guardianes de nuestro hermano” (cf. Gen 4,9). ¡Es el amor de Dios el que está dispuesto a todo con tal de salvar al pecador y al extraviado! ¡Y este amor se convierte en nuestra motivación! En el amor de Dios, aprendemos a ponernos a nosotros mismos en segundo plano para salir en busca del que está perdido.

Vemos que, en la venida de nuestro Señor al mundo, se manifiesta un nuevo nivel de amor. En lugar de sólo aplicar la justicia, Dios abre su corazón de par en par a los perdidos… Sigue en pie la exigencia de la justicia, porque un pecador y malhechor no podrá ocultar sus malas acciones. Pero el amor de Dios llega hasta el punto de que Él mismo se entrega a los hombres en la Cruz y les ofrece el perdón de todos sus pecados. El Señor mismo cargó sobre sí el peso de la culpa, y reestableció así toda justicia. Ahora, el hombre sólo tiene que acoger el ofrecimiento de la gracia y convertirse.

Más allá de complacerse en la justicia, el hombre piadoso se regocija por la conversión del pecador. El hijo pródigo es acogido por su padre y una gran fiesta se celebra en su honor (cf. Lc 15,11-32). El amor y la paciencia de Dios siguen al hombre en todos sus caminos, esperando siempre su conversión para que no se pierda…

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