Col 2,6-15
Hermanos: Ya que habéis aceptado a Cristo Jesús, el Señor, proceded según él. Arraigados en él, dejaos construir y afianzar en la fe que os enseñaron, y rebosad agradecimiento. Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo y no según Cristo. Porque es en Cristo en quien reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad, y por él, que es cabeza de todo principado y autoridad, habéis obtenido vuestra plenitud.
Por él fuisteis también circuncidados con una circuncisión no hecha por hombres, cuando os despojaron de los bajos instintos de la carne, por la circuncisión de Cristo. Por el bautismo fuisteis sepultados con él, y habéis resucitado con él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos. Estabais muertos por vuestros pecados, porque no estabais circuncidados; pero Dios os dio vida en él, perdonándoos todos los pecados. Anuló la deuda que nos condenaba por los requisitos de la ley, que nos era adversa; la quitó de en medio, clavándola en la cruz, y, destituyendo por medio de Cristo a los poderes y potestades, los ofreció en espectáculo público y los llevó cautivos en su cortejo.
La exhortación del Apóstol que resuena en la lectura de hoy no es menos importante para los cristianos en el tiempo actual de lo que lo fue en aquel entonces, cuando Pablo se vio en la obligación de advertir a la Comunidad de Colosas a permanecer fieles al Señor y a la fe que les había sido transmitida.
Esta fe se ve una y otra vez amenazada por tendencias que la relativizan o distorsionan. Pero aquí San Pablo nos dice que sólo en Jesucristo reside toda la plenitud de la divinidad. Esta afirmación y certeza procede de un auténtico conocimiento de Dios. En base a ello, se entiende que nuestra fe cristiana tenga un carácter y un valor que sobrepasa cualquier tradición religiosa o corriente de pensamiento humana.
Las falsas doctrinas amenazan la fe, porque proceden de “otro espíritu” e inducen a error a los hombres. Hemos de trazar una clara diferenciación entre las personas que, habiendo tenido la fe cristiana, se alejan de ella a cambio de otra religión o corriente, y aquellas otras que, estando en un proceso de búsqueda de Dios, se encuentran con ciertos sistemas de creencias, hasta que, finalmente y por gracia, llegan al verdadero conocimiento de Dios. Esto fue lo que sucedió, por ejemplo, con San Agustín. Pero una vez que experimentó su conversión, se apartó de los errores de aquellas creencias en las que había estado antes…
Pero, en este caso, San Pablo se dirige a los fieles, que podrían estar en peligro de apartarse de la fe verdadera que ya han recibido. Así, nos habla también a nosotros, que intentamos seguir fielmente al Señor. No podemos cerrar los ojos ante el hecho de que en nuestra Santa Iglesia se están difundiendo falsas doctrinas, que no transmiten la fe auténtica y tradicional; sino que pregonan ideas humanas. A tales doctrinas no debemos prestarles oído, porque su veneno podría penetrar en nosotros si no las rechazamos contundentemente desde un inicio. Normalmente, aquellos falsos maestros deberían ser corregidos por la competente autoridad de la Iglesia, y de ninguna manera debería permitírseles seguir difundiendo sus errores en nombre de la Iglesia. Sin embargo, por desgracia está perdiéndose más y más esta dimensión de corrección por parte de los pastores, y se permite así que los falsos maestros continúen…
Si realmente sólo en Cristo reside la plenitud de la divinidad, entonces todas las otras religiones tienen una gran carencia y necesitan del anuncio de la fe. Y más necesitados aún están aquellos que no tienen fe en absoluto. Sería una grave omisión del amor al prójimo privarle del mensaje completo de la fe; además de que no se estaría cumpliendo el mandato misionero que el Señor encomendó a su Iglesia (cf. Mt 28,19-20).
Dios quiere que los hombres lleguen al conocimiento de la verdadera fe, y para ello nos ha enviado a su propio Hijo. Es por eso que es imposible que Dios quiera positivamente la diversidad de religiones del mismo modo como quiso la diferencia entre varón y mujer. Sería impensable que el Señor quiera dejar a las personas en su erróneo o incompleto conocimiento de Dios. Antes bien, desea que todo error sea vencido por la luz de la verdadera doctrina, como sucedió con un San Agustín.
El permanecer arraigados en Cristo y afianzados en la fe tradicional es la verdadera protección contra todo tipo de seducción. Permanecer en Cristo significa guardar sus mandamientos, recibir los sacramentos de forma apropiada, acoger profundamente la Palabra de Dios, recorrer sincera y perseverantemente el camino de la santificación, vivir en la “circuncisión de Cristo”, por decirlo en términos de San Pablo… Esto último quiere decir que aprendemos a escuchar la guía del Espíritu Santo y no nos dejamos llevar por las inclinaciones de nuestra naturaleza humana sin refrenarlas.
Es muy importante que el Apóstol Pablo nos haga ver una vez más el valor de nuestra fe y su carácter único, para que no caigamos en el espíritu de relativismo, que es común en nuestro alrededor y está adentrándose incluso en la Iglesia. Aferrarse a la plenitud y a la belleza de nuestra fe no significa, de ninguna manera, menospreciar a las otras personas y a la fe que ellas profesen. Simplemente se trata de la fidelidad al Señor, que no nos permitirá recaer en prácticas paganas, ni prestar oído a doctrinas que no se fundamentan en Cristo. Tampoco podemos relativizar la verdad de la fe católica y colocarla a un mismo nivel con las otras religiones, bajo pretexto de fomentar una especie de religión universal, como proponen, por ejemplo, las ideas masónicas.
El anuncio de la fe y la permanencia en Cristo es un mandato de Dios, que hemos de cumplir con su gracia, en humildad y con amor. En esto consiste el regalo de Dios a la humanidad. ¡No nos anunciamos a nosotros mismos ni a nuestras propias filosofías; sino que anunciamos a Cristo, que anuló en la cruz la deuda que nos era adversa, y destituyó a los poderes y potestades!