Rm 11,33-35
¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de ciencia hay en Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor?; ¿quién fue su consejero?; ¿quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? Porque todas las cosas provienen de él, y son por él y para él. ¡A él la gloria por los siglos! Amén.
Esta exclamación brota de lo más profundo del corazón de San Pablo, al reconocer los maravillosos designios de Dios a pesar de la obstinación del Pueblo de Israel, que en su mayoría no reconoció al Mesías. A Pablo se le concedió un profundo conocimiento de Dios, y para evitar que cayera en presunción el Señor permitió que tenga que padecer un cierto sufrimiento, que él mismo describe como una “espina” en su carne (cf. 2Cor 12,7).
En esta maravillosa exclamación, San Pablo nos da un buen consejo: Nosotros no podemos sondear los designios de Dios. Muchas veces nos encontramos ante situaciones que nos resultan incomprensibles. Si tratamos de entenderlas con nuestra limitada razón, podríamos incluso terminar enloqueciendo.
Pensemos, por ejemplo, en la inesperada muerte de un niño o de un ser querido. O, al ver la historia humana, nos encontramos con capítulos tan oscuros como la masacre de tantos judíos bajo la dictadura nazi. ¿Quién puede dar una explicación a tales sucesos?; ¿quién puede comprenderlos?
Frente a tales circunstancias, se nos invita a confiar. ¡Por supuesto que la confianza no sólo entra en juego en situaciones tan dramáticas y dolorosas, sino que siempre hemos de practicarla! Se nos hará más fácil comprender los designios de Dios una vez que nos abandonemos a Él. Tal vez posteriormente, una vez realizado el acto de confianza, incluso se nos conceda comprender algo de la sabiduría de Dios en cuanto a por qué Él permitió que sucediera esto o aquello.
Vale aclarar que esta confianza no es una actitud de resignación. No se trata de decir: “De todas formas nunca podré entenderlo”, mientras que en el fondo seguimos reprochando a Dios por las cosas que suceden. ¡No! ¡La confianza es un ‘sí’ total, con la certeza de que Dios lo sabe todo y se vale de todo “para bien de los que le aman” (Rom 8,28)!
Son actos de fe en los que sometemos nuestro corazón, nuestro entendimiento, nuestra voluntad y nuestras emociones al señorío amoroso de Dios. Cuando reconocemos los maravillosos designios de Dios en su aspecto positivo, la alabanza y el gozo brotan naturalmente del corazón, y nos resulta fácil unirnos a la exclamación de San Pablo. En cambio, cuando todo parezca oscuro y no podamos ver el camino, entonces solo la fe será la luz resplandeciente que evite que caigamos en desesperación.
El fundamento de esta confianza radica en el conocimiento del amor de Dios, que irá aumentando en la medida en que lo pidamos en nuestra oración y lo vayamos descubriendo más y más en nuestro camino. Sólo en este amor podremos conocer verdaderamente a Dios; y cuanto más lo conozcamos, tanta más seguridad interior tendremos frente a todos los caminos que Él nos tiene preparados.
Vemos, pues, que esta exclamación de San Pablo puede aliviar y alegrar enormemente nuestra vida. Como creaturas que somos, es necesario permanecer en una actitud de humildad para reconocer los maravillosos designios de Dios. Aunque Él nos ha concedido el entendimiento para adentrarnos en las leyes naturales, no podemos aplicar la misma lógica frente a sus caminos. El hombre no funciona como una máquina, sino que Dios lo creó como un ser personal con libertad.
Dios supo integrar en su plan de salvación incluso aquellas consecuencias que surgieron de la caída en el pecado. La historia humana abarca tantos errores, tantos pecados graves, tantas caídas; pero, por otra parte, también la buena voluntad, la obediencia frente a Dios y el desarrollo positivo de los dones que Él ha dado a los hombres. ¡Dios quiere conducir esta historia a un buen término!
Por tanto, la historia humana no es un simple ciclo natural que automáticamente termina bien. Antes bien, es una lucha entre aquellos que quieren obedecer y servir a Dios, contribuyendo a la edificación de su Reino en este mundo; y aquellos otros que, ya sea por ignorancia o por ceguera, están en peligro de convertirse en colaboradores de los planes del Diablo. Luego están también aquellas otras personas que se han vuelto malas a causa de un enceguecimiento voluntario.
Aquel ángel tan maravillosamente creado, a quien llamamos Lucifer, abusó de su libertad, y ahora, en su locura, quiere destruir las obras de Dios. Trabaja incansablemente para poner de su lado a los hombres y erigir una dictadura del mal.
Todo esto lo incluye Dios en sus planes, y conducirá a todos los que le sirvan y obedezcan a la morada eterna que les tiene preparada.
Así, a pesar de estar entristecido por el hecho de que la gran mayoría de su Pueblo haya rechazado al Mesías, San Pablo puede elevar su alabanza a Dios, maravillándose de su gran sabiduría. Dios es capaz de integrar todo en su plan salvífico; sólo Él es omnisapiente. También nosotros podemos exclamar: Gracias a Dios es su sabiduría la que rige el mundo, y no aquellas fuerzas destructivas que consiguen aparentes victorias pero que en realidad ya han sido vencidas. ¡Pues Dios jamás abandonará a los suyos a la perdición!