Jn 6,16-21
Al atardecer, los discípulos de Jesús bajaron al mar; subieron a una barca y se dirigieron al otro lado del mar, a Cafarnaún. Había ya oscurecido, pero Jesús todavía no había llegado. Soplaba un fuerte viento y el mar comenzó a encresparse. Cuando habían remado unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca; y sintieron miedo. Pero él les dijo: “Soy yo. No temáis.” Quisieron recogerle en la barca, pero en seguida la barca tocó tierra en el lugar a donde se dirigían.
“Había ya oscurecido, pero Jesús todavía no había llegado”… Podemos adaptar esta situación de los discípulos a nuestro camino de seguimiento o al camino de la Iglesia. La “oscuridad” de la que aquí se nos habla podemos entenderla más allá de una realidad física.
Adaptémoslo primeramente a nuestra situación personal. En el camino de seguimiento de Cristo, puede haber situaciones en las que nos encontremos a oscuras. Pensemos, por ejemplo, en los discípulos después de que el Señor había muerto y antes de que resucitara. Su fe no era lo suficientemente fuerte como para contemplar la muerte de Jesús bajo esta luz, ni para recordar las palabras del Señor, que ya les había predicho todo aquello (cf. Mc 10,33-34).
A nosotros puede sucedernos algo similar… La oscuridad puede envolvernos, la luz parece haber desaparecido y Jesús no ha llegado todavía, o al menos esa es nuestra impresión.
Esta oscuridad puede tener varias causas. En la tradición mística de la Iglesia, se habla de la así llamada ‘noche de los sentidos’ y de la ‘noche del espíritu’. En estos términos, se expresa una transformación que experimentamos a lo largo del camino de la fe. Si nuestra relación con el Señor había estado muy marcada por los sentimientos y las emociones, puede suceder que, en un momento que Dios determine, Él nos prive de la experiencia sentimental de su presencia. Entonces, lo que antes hacíamos gustosamente y nos resultaba muy fácil, como por ejemplo cantar ciertas canciones, orar con emotividad o realizar ciertas prácticas religiosas, de repente ya no nos “sabe bien”. Nuestros sentidos están, por así decir, a oscuras. En esta situación, puede que nuestros sentimientos se rebelen, como la tormenta en el mar descrita en el evangelio de hoy, y entonces nos asustamos. Tal vez veamos a Jesús sólo de forma borrosa. Pero en un proceso de purificación como éste, de ningún modo el Señor nos ha abandonado; sino que se nos acerca y quiere que sepamos por fe que Él está ahí.
Ahora bien, ¿cómo podemos aplicar este pasaje evangélico al camino de la Iglesia?
También en la Iglesia puede haber tiempos de oscuridad, como por ejemplo cuando hay controversias que no se han solucionado; cuando la infidelidad y la pecaminosidad levantan grandes sombras; cuando la confusión sale a la luz y germinan falsas doctrinas, empañando e incluso distorsionando el rostro de la Iglesia.
En estos tiempos de incertidumbre, hay que aferrarse a la certeza de que Jesús está siempre junto a su Iglesia, aunque parezca no haber llegado aún para tomar las riendas y cambiar la situación de forma visible para nosotros. Tal vez sólo podamos verlo borrosamente; pero Él está ahí, acercándose a nosotros. Y nos dice: “No temáis.” Y resulta que la barca, que recién se encontraba en el mar encrespado por una violenta tormenta, llega entretanto a la orilla.
Aunque en un momento determinado no veamos ninguna luz, estamos llamados a creer. ¡El Señor no nos ha dejado solos en nuestro camino personal, ni tampoco ha abandonado a su Iglesia! Antes bien, Él conduce todo a la meta prevista por Dios. Sin embargo, pueden desatarse tormentas y oscuridades, que han de ser afrontadas en el Señor. Si permanecemos fieles a Él, saldremos fortalecidos de tales crisis y su Iglesia volverá a brillar, de tal manera que su testimonio de santidad atraiga a las personas y haga que la encuentren con más facilidad.