Siguiendo con el tema de la lucha contra los vicios, hablaremos hoy sobre la avaricia y la ira.
- Lucha contra la avaricia
Juan Casiano señala que este vicio debería ser más fácil de combatir, porque su objeto no está arraigado en nuestra naturaleza. Sin embargo, si le hemos dado cabida a la avaricia, entonces –según Casiano–se convierte en un vicio aún más peligroso que los otros, del que resulta difícil deshacerse. También San Pablo afirma que “la raíz de todos los males es la avaricia” (1Tim 6,10), porque puede convertirse en combustible de diversos vicios más.
Si uno sucumbe a la avaricia, que no se aplica solamente a la ambición de dinero sino a todo tipo de cosas, ella empieza a crecer y promete una falsa seguridad cimentada en las riquezas. Pero, en realidad, uno cae cada vez más en su trampa y el espíritu empieza a preocuparse más y más por acrecentar los bienes.
Para personas espirituales resulta particularmente devastador no superar este vicio. Pero también para aquellos que viven en el mundo son válidas estas palabras amonestadoras de San Pablo: “Mientras tengamos alimentos y con qué cubrirnos nos daremos por contentos. En cambio, quienes pretenden enriquecerse caen en la tentación, en el engaño y en múltiples deseos insensatos y nocivos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Pues la raíz de todos los males es la avaricia, y al dejarse arrastrar por ella algunos se apartaron de la fe y se atormentaron con muchos y agudos dolores” (1Tim 6,8-10).
Y la advertencia del Señor mismo es clarísima: “Nadie puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).
Por último, escuchemos lo que nos dice nuestro maestro Casiano sobre la lucha contra la avaricia:
“No sólo hay que ser cuidadosos con la posesión de dinero, sino que hay que desterrar totalmente del corazón el afán de poseerlo (…). La avaricia debe arrancarse de raíz, porque de nada sirve no tener dinero, si uno anhela poseerlo.”
- Lucha contra la ira
Empecemos citando nuevamente a Juan Casiano, que nos ha acompañado a lo largo de esta temática: “Debemos extirpar minuciosamente el veneno mortal de la ira hasta en los últimos rincones de nuestra alma (…), pues de lo contrario ya no seremos capaces de emitir un claro juicio, ya no sabremos ser moderados, perderemos la sensibilidad para la contemplación, seremos inmaduros para dar consejo, no viviremos ni perseveraremos en la justicia, pues no podremos acoger en nosotros la luz espiritual y verdadera”.
La Sagrada Escritura se pronuncia claramente contra la ira, a no ser que se trate de la “ira santa” que inflamó a Jesús cuando expulsó a los mercaderes del Templo. San Pablo nos exhorta: “Que desaparezca de vosotros toda amargura, ira, indignación, griterío o blasfemia y cualquier clase de malicia” (Ef 4,31).
Debería resultarnos fácil entenderlo, pero realmente hay que tomar consciencia de ello. No podremos vencer nuestra ira y enojo si aún lo justificamos, si lo defendemos, si lo alimentamos con pensamientos y sentimientos equivocados, si echamos la culpa a otros de nuestro enojo.
Para luchar eficazmente contra nuestros vicios, se requiere una actitud espiritual. Nuestra voluntad debe estar enfocada en avanzar espiritualmente; esto es, crecer en el amor.
Teniendo esta actitud espiritual, uno toma una cierta distancia de sí mismo y aprende a verse con los ojos de Dios. Por una parte, experimentamos consuelo y misericordia en nuestras debilidades; pero, por otra parte, también nos estimulan a poner de nuestra parte para que podamos ser transformados y modelados a imagen del Señor.
En cuanto a la lucha contra la ira injustificada y descontrolada, hemos de llevar todas nuestras emociones a Dios, pidiéndole que Él las toque. Si lo hacemos con perseverancia, una y otra vez, aprenderemos a dominarnos de tal manera que al menos la ira no se manifieste hacia afuera. Pero no debemos contentarnos con este primer logro, sino que hay que extirpar de raíz la ira. Esto exige una firme decisión de nuestra parte y la gracia de Dios.
Mañana veremos otros vicios más contra los que debemos luchar…