Hb 2,14-18
Hermanos: Ya que los hijos tienen una misma sangre y una misma carne, Jesús también debía participar de esa condición, para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquel que tenía el dominio de la muerte, es decir, al demonio, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor de la muerte.
Porque él no vino para socorrer a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En consecuencia, debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo. Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, él puede ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba.
La lectura de hoy nos habla sobre la influencia que tiene el Diablo en nuestro temor a la muerte. Es verdad que la muerte es un “gran desconocido” para nosotros, y la Sagrada Escritura incluso lo designa como nuestro enemigo (cf. 1Cor 15,26).
Ahora bien, ¿cómo afrontamos la muerte?, ¿qué lidiamos con el miedo que le tenemos?
No cabe duda de que Satanás atiza nuestro miedo a la muerte y quiere impedir que los hombres entendamos la muerte como el gran paso a la vida eterna; a la vida eterna con Dios, que se nos ofrece a través de su Hijo Jesucristo, una vez que hayamos pasado por el Juicio.
En efecto, la muerte es una fuerza que puede suscitar angustia y medios existenciales en nosotros. Cuando la muerte aún está bajo el dominio del demonio, puede parecer un final sin sentido, un simple desvanecerse en la nada, en lo desconocido, en la desesperanza… Entonces también el sufrimiento antes de la muerte carecería de sentido, y así puede surgir la idea de la eutanasia como una opción presentada en términos de la misericordia.
También en el suicidio actúan las fuerzas del mal, llevando a la persona a tal desesperación que llega a pensar que la mejor salida es refugiarse en la muerte.
Entonces, ¿en qué sentido destruyó Jesús el dominio de la muerte y cuál es el cambio que tiene lugar cuando nos encontramos con Él?
La fe es el prerrequisito elemental para derrocar el poder de la muerte. Es esta fe la que nos anuncia que Jesús resucitó de entre los muertos. Y esta misma resurrección nos asegura que también nosotros, después de nuestra muerte, seremos transformados y entraremos en una existencia completamente nueva, en la que viviremos eternamente con Dios. La Sagrada Escritura nos lo testifica.
Si esta fe inunda nuestro corazón, entonces ya hemos ganado la batalla crucial contra el dominio de Satanás sobre la muerte. La muerte ya no es para nosotros un desaparecer en la nada, ni una puerta hacia lo desconocido, ni una caída en un abismo sin fin… Todo lo contrario: la muerte se convierte para nosotros en el último paso para regresar definitivamente a la casa del Padre Celestial.
Un siguiente paso para arrebatar a la muerte de las garras del enemigo es mantener vivo el recuerdo de la muerte en nuestra vida. La Sagrada Escritura nos dice: “Acuérdate de tu final y nunca pecarás” (Eclo 7,36).
¿Qué significa eso? Nuevamente es la fe la que nos enseña que nuestra vida transcurre bajo la mirada de Dios y que algún día tendremos que rendirle cuentas. Es un aspecto de mucha seriedad, pues nos deja en claro que somos responsables por todo acto que cometemos u omitimos. Seremos juzgados de acuerdo a la medida en que respondimos al amor de Dios, según el grado de conocimiento que de Él hayamos tenido.
Esta consciencia puede infundirnos un santo temor y recordarnos la seriedad de nuestra existencia. En consecuencia, llevaremos nuestra vida con mayor responsabilidad. Pero este pensamiento no debe infundirnos miedo, puesto que Dios está siempre dispuesto a perdonarnos, a fortalecernos y a levantarnos. Pero ciertamente Él quiere que pongamos todo de nuestra parte para cumplir su Voluntad.
De esta manera la muerte puede convertírsenos en maestra. Ya no es aquella que nos infunde terror y nos esclaviza a través del miedo, sino que nos despierta y nos trae a la memoria lo escencial de la vida.
Jesús atravesó la muerte por nosotros en todas sus dimensiones. Recordemos la agonía que sufrió por nosotros en Getsemaní. Experimentó esta realidad en toda su crudeza e incluso buscó un consuelo humano en sus discípulos, pero ellos no fueron capaces de acompañarlo en esta hora tan difícil. El evangelio nos relata que fue un ángel quien lo fortaleció.
Por tanto, dirijámonos al Señor cuando nos oprima el miedo a la muerte e invoquemos la presencia del Espíritu Santo ante estos temores. Nuestro Señor los conoce bien, pues él mismo asumió nuestra naturaleza humana con todas sus realidades.