Mc 1,21-28
Llegados a Cafarnaún, Jesús entró el sábado en la sinagoga y se puso a enseñar. Y la gente quedaba asombrada de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas.
Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios.” Jesús, entonces, le conminó: “Cállate y sal de él.” Y el espíritu inmundo lo agitó violentamente, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados, de tal manera que se preguntaban unos a otros: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Da órdenes incluso a los espíritus inmundos, y le obedecen.” Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea.
Jesús enseña y actúa con autoridad… Las personas lo perciben, y notan la diferencia en relación con la enseñanza de los escribas.
Ciertamente hay que señalar que, en el caso de Jesús, es una Persona divina la que transmite la Palabra a los hombres, de manera que resulta evidente la diferencia. Sin embargo, el Señor ha querido hacer partícipes de su autoridad a los suyos. Él encomendó a sus discípulos realizar en su Nombre –y por tanto también en su autoridad– todas las obras que también Él había llevado a cabo en el mundo (cf. Mt 10,7-8). Conocemos muchos ejemplos que nos muestran cómo empezó a manifestarse en los apóstoles esta autoridad que les había sido conferida: conversiones, signos y milagros que se dieron en el Nombre de Jesús.
Ahora bien, ¿en qué consiste la autoridad, y en qué se diferencia de la “doctrina de los escribas”?
Esta autoridad es la presencia del Espíritu Santo en el anuncio. Cuando Pedro predicó después de que el Espíritu Santo había descendido sobre él, las personas quedaron tocadas por sus palabras y muchos creyeron y se hicieron bautizar (cf. Hch 2,37-38.41). La autoridad se hizo eficaz porque el anuncio del evangelio correspondía plenamente a las intenciones del Espíritu Santo, quien despertaba la conmoción y la fe en los que escuchaban a los apóstoles. Al cooperar con el Espíritu Santo, se hace presente la autoridad de Jesús en el anuncio.
Por otro lado, puede haber predicaciones y discursos en los que, aunque sean pronunciados por personas a las que les haya sido encomendado este ministerio, no se perciba mucho la presencia viva del Espíritu Santo. Quizá ellos hablan más sobre lo que está en su memoria o recurren a su conocimiento teológico; pero falta la inspiración. Entonces, tal vez el entendimiento de los oyentes quede instruido; pero difícilmente el corazón será tocado. Si, además, el anuncio claro del evangelio se ve debilitado a causa de todo tipo de añadiduras humanas, difícilmente los oyentes serán sacudidos y llegarán a una conversión más profunda.
Para que llegue a hacerse eficaz esa autoridad de la que el Señor quiere hacernos partícipes, hace falta la inspiración concreta del Espíritu Santo.
Un aspecto más que aparece en el evangelio de hoy en relación con la autoridad del Señor, es su dominio sobre los demonios. El Señor ha venido para destruir las obras del Diablo (cf. 1Jn 3,8), y así ha llegado la hora del juicio para los espíritus inmundos: “¿Has venido a destruirnos?” –grita el demonio antes de que Jesús le mande callarse.
Podemos ver que aquí, en la expulsión de estos espíritus inmundos, está obrando la autoridad del Señor. Esta misma autoridad les confiere el Señor a sus discípulos (cf. Mt 10,1). Y esto no cuenta únicamente para los exorcistas que tienen un especial encargo del obispo, sino que todos los cristianos pueden participar, de diversas formas, de esta autoridad de Jesús sobre los espíritus del mal.
¡Y nuevamente es el Espíritu Santo, en cuya presencia los malos espíritus no pueden resistir y tienen que huir! Cuando Él derrama su radiante luz en las almas, cuando se anuncia la clara doctrina de la Iglesia y cuando nuestra oración adquiere autoridad gracias a su presencia, entonces a los demonios les queda poco terreno para actuar y se ven obligados a ceder.
Después de las tres tentaciones que Jesús padeció en el desierto, cada una de las cuales rechazó con la Palabra de Dios, está escrito que el Diablo se alejó por un tiempo del Señor (cf. Lc 4,13). Asimismo, si nosotros rechazamos en el Nombre de Jesús las tentaciones que nos atacan, estamos debilitando la fuerza del Maligno, mientras que nosotros mismos somos fortalecidos para el camino espiritual. Entonces, en la autoridad de Jesús jamás estamos indefensos, a merced de los poderes del Mal; sino que, en el Señor, incluso podemos obtener ventaja. Sin embargo, estaremos inmersos en el combate hasta que Dios separe definitivamente la luz de la oscuridad.
La clave para que se despliegue en los fieles la autoridad que Jesús les confiere, radica en una relación viva con el Espíritu Santo. Si la cultivamos y profundizamos día a día, entonces nuestras palabras y obras serán cada vez más radiantes, y la autoridad de Jesús se hará eficaz a través de nuestra vida.