Hoy, siendo el último día del mes de octubre, concluiremos la serie sobre la vida espiritual, que pretendía darnos una perspectiva de lo que propicia el camino de seguimiento de Cristo y lo hace fructificar. Antes de retomar mañana nuestras acostumbradas meditaciones bíblicas, la meditación del día de hoy –la última de esta serie de espiritualidad– nos señalará una condición básica que hemos de cumplir si queremos crecer espiritualmente.
“Despojaos del hombre viejo, que se corrompe conforme a su concupiscencia seductora; renovad vuestra mente espiritual, y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4,22-24).
Este hombre nuevo, formado según la imagen de Cristo, ha de crecer en nosotros; un hombre que vive como vivió el Señor o, en otras palabras, un hombre en cuya vida Cristo puede reinar e impregnar su amor, desplegando más y más su vida sobrenatural en él.
Dios nos concede todo lo necesario para esta transformación. De hecho, en el santo Bautismo obtenemos esta vida nueva como un don invaluable. Pero el desarrollo de la vida sobrenatural dependerá de nosotros y de nuestra cooperación con la gracia: “Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva” (1Cor 5,7).
¿Cuál es, entonces, nuestra parte?
Por un lado, se requiere el anhelo de convertirnos en hombres nuevos en Cristo. Si estamos conscientes de nuestra pecaminosidad y reconocemos en consecuencia cuánta necesidad tenemos de Redención, clamaremos desde lo más profundo del corazón: “¡Ven, Señor, haz de mí un hombre nuevo!”
Este mismo clamor resuena cuando queremos corresponder a nuestra vocación, pero una y otra vez nos enfrentamos a las dificultades que proceden del “hombre viejo”: “¡Ven, Señor, hazme semejante a ti!”
Mientras que el primer clamor suplica la Redención, para que el Señor nos libere de la miseria del hombre viejo, egoísta e inclinado al pecado; el segundo clamor expresa nuestro anhelo de corresponder plenamente a nuestra vocación y de llegar a ser fecundos para el Reino de Dios. Es necesario que ambos clamores broten de lo profundo del corazón.
La verdadera entrega al Señor implica la voluntad de dejarse transformar totalmente por Él, sin ponerle barrerasen este proceso. Entonces, para que el Señor pueda actuar, hace falta nuestra disposición a cambiar. En la terminología bíblica, esto sería “hacer morir al hombre viejo”.
Ciertamente es un reto, porque aún solemos estar atrapados en nuestra naturaleza humana y actuamos de acuerdo a ella. Todavía no nos ha quedado bien en claro que esta naturaleza humana está herida, y que, al regirnos primordialmente según ella y continuar encerrados en nuestro propio yo, no podremos adquirir una perspectiva sobrenatural.
La Sagrada Escritura es muy clara al indicarnos que, en el proceso de transformación, es necesario dejar atrás la forma de pensar y actuar meramente naturales, para empezar a ver las cosas desde la perspectiva de Dios y en su luz.
Escuchemos un extracto del libro “Nuestra transformación en Cristo” del filósofo Dietrich von Hildebrand, que se lamenta de que a menudo incluso personas católicas y practicantes carecen de esta disposición al cambio:
“Existen muchos creyentes católicos que están dispuestos a dejarse cambiar sólo condicionalmente. Se esfuerzan por cumplir los mandamientos y por deshacerse de aquellos defectos que reconocen como pecaminosos. Pero no poseen la voluntad ni la disposición para llegar a ser ‘hombres nuevos’ en su totalidad, para romper con todos los criterios puramente naturales y considerarlo todo bajo la luz sobrenatural; no quieren decidirse a la ‘metanoia’ total, a la auténtica conversión. Con la conciencia tranquila se agarran, por tanto, a todo lo que les parece justificado según las normas naturales. Mantienen sin remordimientos su autoafirmación: por ejemplo, no se sienten obligados a amar a los enemigos, permiten que se despliegue su soberbia dentro de ciertos límites y creen tener derecho a defenderse de toda humillación con reacciones meramente naturales. Sin cuestionarlo pretenden ser honrados en el mundo, no quieren pasar por ‘locos de Cristo’, conceden derecho –dentro de ciertos límites– a los respetos humanos… En definitiva, quieren también ser aprobados a los ojos del mundo. No están dispuestos a romper totalmente con el mundo y sus pautas.”
Podemos darnos cuenta de que aquí nos adentramos en una dimensión más seria del seguimiento del Señor, que va más allá de una vida piadosa en la que aún no se ha comprendido la necesidad de la transformación interior. Posiblemente algunos pondrían objeción, diciendo que una intensidad tal en el seguimiento de Cristo cuenta, en primera instancia, para religiosos y almas consagradas.
¡Pero no es así!
Por supuesto que aquellos que han abandonado el mundo por causa de Cristo están particularmente comprometidos con este llamado, porque todo su estilo de vida se orienta a esta entrega total e incondicional. Pero recordemos que las cartas de San Pablo, en las que habla de despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo, están dirigidas a las comunidades; y por tanto, se extienden a todos los cristianos en general. Esta invitación se dirige, entonces, a todo aquel que quiera seguir al Señor con todo su corazón.
Para terminar, resumamos la meditación de este día…
Para vivir un intenso seguimiento de Cristo, se requiere el anhelo de convertirse en un hombre nuevo, que corresponda cada vez más a lo que el Señor le concedió en su Bautismo.
Para ello, debemos estar dispuestos a dejarnos transformar totalmente por Él, a despojarnos del hombre viejo y a cooperar en este proceso de transformación.
El enfoque interior ha de estar totalmente puesto en Dios y en querer agradarle a Él.
Si nos damos cuenta de que aún no tenemos lo suficiente este anhelo o incluso sentimos como un bloqueo interior que se resiste a una transformación, pidámosle al Espíritu Santo que nos conceda el deseo de dejarnos moldear por el Señor. No debemos tener miedo de que podríamos perder algo que pertenece a nuestra esencia, como Dios nos ha creado. Antes bien, nos despojaremos de aquello que no hace parte de la imagen de Dios en nosotros.