“Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe.” (1Pe 5,8-9)
La comparación con un león rugiente nos deja en claro que, en el combate espiritual, nos enfrentamos a un terrible enemigo. Éste está dispuesto a todo y acecha cuidadosa y agresivamente a su víctima. Para colmo de males, este rival no se atiene de ningún modo a las “reglas de caballería”.
No conoce la compasión y jamás será indulgente con su víctima. ¡El Diablo es malvado hasta la médula! Sus intenciones son la destrucción y la conquista de poder para sí mismo. Con tal de llegar a su meta, hace uso de cualquier medio que tiene a disposición. Si le fuera posible, ejercería su dominio despótico sobre toda la tierra sin límite alguno… Pero vino uno más fuerte, que lo ató (cf. Mc 3,27).
¿Cómo pudo Dios permitir la existencia de un ser tan malvado, que ahora, lleno de odio, persigue al hombre por doquier?
En realidad, el Diablo había sido creado como un magnífico ángel que, al igual que todos los otros ángeles, estaba al servicio de Dios. El Señor había dotado a todas sus criaturas racionales de una libre voluntad, pues en ellas había de reflejarse su gloria. Dios quería que reinase un verdadero amor entre Él y sus criaturas. Y para que este amor sea verdadero, tenía que ser libre. Sin embargo, de la libertad que Dios da también se puede abusar. ¡Y precisamente esto fue lo que hizo el Diablo! En lugar de servir a Dios, quiso él mismo reinar, de manera que se rebeló contra Dios. Él y los demás ángeles rebeldes rechazaron irrevocablemente a Dios y a su Reino. Ahora, movido por el odio, el Diablo actúa en la Tierra, luchando contra Dios y su Hijo Jesús. Intenta causar terribles daños espirituales e incluso físicos en las personas y en la sociedad. Si bien el Diablo es poderoso, por ser espíritu puro, Él no es omnipotente, porque es criatura.
Dios permite el actuar del Diablo e incluso lo incluye en su plan de salvación. Algo similar sucede con el pecado: el hombre peca porque abusa de su libertad, pero Dios sabe insertar este mal en su plan de salvación, a pesar de toda su fuerza destructiva. Frecuentemente ignoramos la forma exacta en que lo hace, pero la fe nos asegura esta verdad.
Hemos sido enrolados en este combate y a veces nos vemos directamente confrontados con el Diablo. Él quiere robarnos la gracia de la filiación divina e involucrarnos en su rebelión contra Dios.
Sin el auxilio de Dios, estaríamos indefensos, a merced del poder del Diablo; sin embargo, podemos vencerlo si el Espíritu Santo actúa en nosotros. Jesús ha quebrantado el dominio de Satanás y nosotros tenemos parte en esta victoria, que ha de extenderse sobre toda la tierra y actualizarse en cada alma. Podemos expresarlo en estos términos: El Señor vence en nosotros y con nosotros sobre el poder del mal.
El Diablo intenta aliarse con los otros dos enemigos de los que hemos hablado en meditaciones anteriores (el mundo apartado de Dios y la carne, es decir, nuestra inclinación desordenada al mal a consecuencia del pecado original). Pero también ataca directamente al hombre, sobre todo a través de malos pensamientos y sentimientos. Sus intenciones son siempre las mismas, ya sea que nos ataque de forma directa o indirecta: quiere inducir al hombre al pecado; o, si se trata de alguien que ya lucha por la santidad, procurará al menos ponerle obstáculos en ese camino.
Cuando Dios permite algo, lo hace en su infinita sabiduría, aunque nos resulte doloroso sobrellevarlo.
Puesto que se trata de un combate espiritual, también hemos de enfrentarnos de forma espiritual a este enemigo. Para ello, el capítulo 6 de la carta a los Efesios nos da excelentes consejos:
“Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas. Por eso, tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, manteneros firmes. ¡En pie!, pues; ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos.” (Ef 6,10-18)
¡Será muy importante que aceptemos de forma consciente el reto a combatir contra el Diablo (así como también la lucha contra el mundo y la carne)! Esto no significa, de ninguna manera, que debamos prestarle mucha atención al demonio. Basta con conocer su existencia, identificar sus propósitos y saber cómo defendernos de sus astutos ataques.
Si nos tomamos en serio este combate, nos acercará cada vez más a Dios, pues con nuestras propias fuerzas no podríamos ofrecer resistencia a este enemigo. Pero si nos revestimos con la armadura descrita por San Pablo, aumentará, por un lado, nuestra vigilancia y, por otro lado, nos arraigaremos más en la fe.
“Ceñirnos con la verdad” significa vivir conforme a la Voluntad de Dios, seguir a su Hijo y ser sinceros con nosotros mismos y con los demás; es decir, vivir en una auténtica justicia. ¡Los dardos del Maligno difícilmente podrán atravesar esta coraza!
“Calzados los pies con el celo por el Evangelio” significa que el Diablo también perderá terreno cuando luchamos por la evangelización, cuando otras personas encuentran la fe movidas por nuestro testimonio. El “escudo de la fe” –esto es, aferrarse a Dios y a todo lo que Él nos ha revelado como verdad– nos protegerá de los malos pensamientos, que son como saetas envenenadas.
Cuando nos armamos con la Palabra de Dios, que es la “espada del Espíritu” que separa la verdad de la mentira, y es la luz en los oscuros senderos que atravesamos, tienen que ceder las tinieblas de los ángeles caídos.
Todo esto nos da una idea del modo en que Dios se vale de la maldad de nuestro enemigo para el bien de sus fieles. Éstos están llamados a resistir y fortalecerse así en la fe. Más aún, el Señor vence el poder del mal en la tierra a través de los suyos, pues su Reino ha de extenderse y el Diablo pone trabas a esta expansión. Tenemos entonces el “honor” de combatir en el ejército de Dios como soldados de la luz, por decirlo en términos bélicos aplicados a la dimensión espiritual. De nuestro lado están los ángeles que permanecieron fieles, los santos del cielo e incluso el ejército de las benditas almas del purgatorio. ¡Todos ellos intercederán por nosotros!
Vivamos nuestra fe de forma consciente y crezcamos cada día en el amor, cumpliendo lo que Dios nos pide y uniendo nuestros sufrimientos a los de Cristo. Levantémonos después de cada derrota, confiando en la misericordia de Dios. Así, con su gracia, podremos salir victoriosos en este combate.
Dios está a toda hora junto a nosotros y siempre acude en nuestra ayuda. Pero Él desea que también nosotros hagamos nuestra parte, demostrándole así nuestro amor y nuestra fidelidad.