Job 38,1.12-21;40,1-5
El Señor respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo: “¿Has mandado, una vez en tu vida, a la mañana, has asignado a la aurora su lugar, para que agarre a la tierra por los bordes y de ella sacuda a los malvados? Ella se trueca en arcilla de sello, se tiñe lo mismo que un vestido. Se quita entonces su luz a los malvados, y queda roto el brazo que se alzaba. ¿Has penetrado hasta las fuentes del mar? ¿has circulado por el fondo del Abismo?
¿Se te han mostrado las puertas de la Muerte? ¿has visto las puertas del país de la Sombra? ¿Has calculado las anchuras de la tierra? Cuenta, si es que sabes, todo esto. ¿Por dónde se va a la morada de la luz? y las tinieblas, ¿dónde tienen su sitio?, para que puedas llevarlas a su término, guiarlas por los senderos de su casa. Si lo sabes, ¡es que ya habías nacido entonces, y bien larga es la cuenta de tus días!”
Y el Señor se dirigió a Job y le dijo: “¿Cederá el adversario de Sadday? ¿El censor de Dios va a replicar aún?” Y Job respondió al Señor: “¡He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder? Me taparé la boca con mi mano. Hablé una vez…, no he de repetir; dos veces…, ya no insistiré.”
Frecuentemente las muchas palabras confunden, y no pocas veces opacan la luz de la verdad. En efecto, ¿cómo podrá penetrar más profundamente en nosotros esta luz de la verdad si nuestro pensar y hablar está constantemente colmado y se derrama al exterior en un río de palabras? No en vano la Escritura nos exhorta a que seamos “diligentes para escuchar y tardos para hablar” (St 1,19).
Pero, ¿cómo hemos de lidiar con nuestro afán de hablar a toda hora y de comentar cada cosa? Fácilmente puede convertirse en un hablar sin comprender, porque, de hecho, la comprensión no procede tanto de la abundancia de palabras cuanto de la escucha de aquello que Dios quiere transmitirnos. ¡Deberíamos taparnos más a menudo la boca, para poder convertirnos en personas interiores!
Si bien hay situaciones de gran sufrimiento en las que conviene desahogar ante Dios la angustia interior, exponerle nuestras quejas y necesidades e incluso permitirnos preguntarle el porqué, sin jamás acusarlo; ciertamente la mejor forma de llegar a una mayor comprensión es la de entrar en un silencio confiado. Porque al poco tiempo nuestras preguntas no harán más que repetirse y la falta de respuestas podría simplemente llevarnos a reafirmar la misma posición. Frecuentemente no sabemos por qué sucede esto o aquello y tenemos que aprender a aceptarlo primero.
En la lectura de hoy vuelve a resonar este desconocimiento humano. El conocimiento de Dios está tan por encima de nuestra capacidad de comprensión, que la actitud más sabia y prudente es la de dejarse instruir por Él, callando y escuchándolo. La razón humana es sencillamente escasa: Ignoramos los contextos y, en el mejor de los casos, vemos como a través de un borroso espejo, como lo expresa tan atinadamente San Pablo (cf. 1Cor 13,12). Por ello, nos hace falta aquella iluminación que no procede de nosotros mismos; sino que nos es concedida. Precisamente esta iluminación –y me refiero a aquella que viene del Espíritu Santo- puede verse obstaculizada por nuestro intento de encontrar nuestras soluciones por nosotros mismos. Empezamos a dar vueltas en el mismo asunto, y esto no es productivo ni da serenidad al alma.
¡Aprendamos de la conclusión a la que llega Job: “Hablé una vez…, no he de repetir; dos veces…, ya no insistiré”!
Dios podrá comunicársenos más fácilmente si, después de haber desahogado ante Él nuestro corazón, tratamos de pasar cuanto antes a este atento silencio. Ya le hemos dicho cuanto teníamos que decirle; Él lo sabe todo y todo está expuesto ante Él; no cabe duda de que Él se apiadará de nuestra necesidad. ¡Sólo tenemos que aprender a esperar y a confiar! Esta es una formación interior que el Espíritu Santo nos da: esperar en Dios, con la certeza de que Él responderá.
Lo que hemos dicho aquí no cuenta únicamente para situaciones de tan intenso sufrimiento como el que Job tuvo que soportar. El crecimiento en la vida espiritual es una espera cada vez mayor al actuar de Dios y al momento preciso para nuestra cooperación. Nuestros esfuerzos humanos –por importantes que sean- traen siempre la mancha de la imperfección. Por eso el Espíritu Santo quiere convertirnos más y más en hombres de escucha, que, por un lado, colaboren con Él y, por otro lado, perciban atentamente su guía.
Busquemos, entonces, el silencio, y aprendamos a escuchar y a esperar. Esta actitud no debemos adoptarla solamente cuando nos encontramos en momentos especiales como un retiro espiritual; sino que ha de convertirse en nuestra constante actitud interior, para que no exterioricemos siempre todo, para que las habladurías excesivas y las palabrerías no impidan una comprensión más profunda. La espera en Dios nos conducirá a una actitud cada vez más contemplativa; es decir, una actitud receptiva, que le permite al Señor obrar con más fuerza en nosotros. Precisamente esta actitud es la que ilumina y dinamiza nuestro actuar en unión con Dios.
En la lectura de mañana, veremos cómo Job finalmente se abandonará del todo en las manos de Dios, y en esto consiste también la meta de nuestro camino.