NOTA: En la meditación de hoy y de mañana, saldremos del marco habitual de las meditaciones diarias, generalmente basadas en la lectura o el evangelio del día, para desarrollar un tema que es muy significativo para nuestra vida espiritual: la sencillez.
La sencillez, correctamente entendida, es un gran valor. En efecto, sencillez no significa simplificar todas las cosas y no ser capaces de pensar de manera diferenciada. Antes bien, en su esencia, la verdadera sencillez quiere decir que contemplamos todas las cosas desde la perspectiva de Dios, de modo que cada cual recibe el lugar que le corresponde. Es el Espíritu Santo el que coloca todo en su orden, tanto en la vida interior como en la exterior.
Una vida ordenada en el Espíritu se vuelve sencilla, porque es guiada desde arriba por Dios, y todo se remite a Él. Así surge una unidad interior de la vida entera. Ya no es una vida conformada por diversos elementos, muchas veces contradictorios entre sí; elementos que dispersan con su dinámica inmanente; sino que toda la vida está definida por un “denominador común”, por una orientación fundamental. Nosotros, los cristianos, que queremos seguir seriamente al Señor, diríamos que esta orientación fundamental que determina toda nuestra vida es la de cumplir la Voluntad de Dios. Así, se vuelve sencilla en su enfoque.
Para las personas complicadas, aparecen dificultades a la hora de encaminarse hacia esta luminosa sencillez. A causa de sus tensiones interiores y diversos complejos, les resulta difícil poner en práctica aquello que cada situación requiere. A menudo están bloqueadas por sentimientos inútiles y se ocupan demasiado en ellos, en lugar de dar la respuesta que corresponde. La vida en general y las situaciones en particular se complican en vano, se tiende a hacer un drama de simples contextos y así las más sencillas tareas se convierten en grandes problemas.
Algunas personas confunden esta complicación con profundidad. No entienden que cuanto más profundo y sublime sea algo, es tanto más sencillo.
Tomemos como ejemplo el camino de seguimiento de Cristo. Cuanto más profundo se vuelva, tanto más sencillo –y no complicado– será, porque la meta de la vida espiritual consiste en estar unidos a Dios en el amor y en la verdad. Entonces, si el amor va creciendo día a día en el seguimiento del Señor, nos estaremos acercando a esta meta y conoceremos mejor a Dios, de manera que nos dejaremos guiar más fácilmente por Él. Y es que el amor hace que todo sea más fácil y sencillo, porque se convierte en una potente motivación interior, que nos empuja a hacerlo todo conforme a este amor. “Nada es difícil cuando se ama a Dios” –decía la pequeña venerable Anne de Guigné.
También hay personas que se detienen más en lo que les parece interesante que en la verdad. Se enredan en todo tipo de pensamientos y teorías, se dejan llevar por errores que aparentan mucho intelecto, se adentran en los senderos de las ideas más complejas y sucumben finalmente a la ilimitada pluralidad de lo falso.
Entonces, si uno no busca la verdad, que es una sola, fácilmente podría suceder que uno se adentra en un campo de errores, de los cuales, a diferencia de la verdad, hay una incontable variedad.
También puede suceder que, teniendo ya una psique complicada, uno la complique cada vez más, porque está siempre ocupado con uno mismo y con las propias ideas. Quizá incluso se considere esta complicación como un intelecto bien desarrollado. Entonces, en lugar de sufrir bajo la propia complicación y procurar salir de ella, se le da espacio y se la fomenta.
De lo que hemos dicho hasta aquí, podemos identificar dos elementos básicos que conducirán nuestra vida hacia la verdadera sencillez: el amor y la verdad.
“Ama y haz lo que quieras” –decía San Agustín, expresando con gran sencillez lo sustancial y más profundo de la vida. Si el amor –y vale aclarar que nos referimos al amor verdadero– se convierte en la primera motivación de nuestro actuar, entonces siempre sabremos lo que debemos hacer. No es éste el marco apropiado para explicar detenidamente los pasos que hay que dar para ponerlo en práctica. Basta, por ahora, con entender cómo este principio –el amor– se convierte en el denominador común de toda nuestra vida y la simplifica.
Lo mismo sucede con la verdad. Si buscamos la verdad –y al Señor le agradará mucho que lo hagamos, puesto que Él mismo es la verdad (cf. Jn 14,6)–, entonces tendremos un sencillo principio básico, según el cual se mide todo lo demás. Así, nuestra vida se vuelve muy concentrada. Ya no nos dejaremos atraer por la variedad de posibilidades, sino que simplemente nos regiremos por lo verdadero, por lo correcto, por lo que es la respuesta adecuada para esta o aquella situación.
En la meditación de mañana, seguiremos desarrollando este tema.