Hb 12,4-7.11-15
Habéis resistido, pero todavía no habéis llegado a derramar sangre en vuestra lucha contra el pecado. Habéis echado en olvido la exhortación que se os dirige como a hijos: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Pues el Señor corrige a quien ama, y azota a todos los hijos que reconoce. Es decir, sufrís para corrección vuestra, pues Dios os trata como a hijos.
¿Conocéis acaso algún hijo a quien su padre no corrija? Cierto que ninguna corrección es agradable cuando la recibimos, sino penosa; pero luego produce frutos apacibles de justicia a los que la han experimentado con paciencia. Por tanto, robusteced las manos caídas y las rodillas vacilantes, y enderezad para vuestros pies los caminos tortuosos, para que el cojo no se descoyunte, sino más bien se cure. Procurad la paz con todos y la santidad, pues sin ella nadie verá al Señor. Velad para que nadie se vea privado de la gracia de Dios y para que ninguna raíz amarga retoñe ni os turbe, no sea que por ella llegue a aficionarse la comunidad.
¡Resistir al pecado hasta derramar sangre! Se trata de una alta exigencia, que sólo podrá entenderse si amamos a Dios y a sus mandamientos más que a nosotros mismos.
Es el don de temor de Dios el que obra en nosotros un creciente rechazo al pecado, y nos lleva a evitar a toda costa ofender a Dios, nuestro Padre. Cuando el don de temor y el de fortaleza se hacen eficaces en nosotros, de la mano de nuestra firme resolución de no anteponer nada a Dios, entonces nuestra lucha contra el pecado llega hasta el punto de que no queremos aproximarnos a él ni siquiera con los pensamientos, y de que estamos dispuestos a asumir todo esfuerzo para ofrecerle resistencia con todas nuestras fuerzas. Esta lucha podría incluso llevarnos a la muerte, si, por ejemplo, nos viéramos forzados a negar al Señor o a hacer otros actos contrarios a Él.
Ahora, ¿será que hay un nexo entre la exhortación a “resistir contra el pecado hasta derramar la sangre” y la de “no menospreciar la corrección del Señor”? Yo creo que sí existe una relación…
La corrección del Señor tiene como finalidad la formación y educación de sus hijos, los hombres. Y esto nos hace más fuertes, porque a menudo somos muy sensibles y reaccionamos resentidos u ofendidos cuando recibimos una corrección. Pero si hemos atravesado esta reprensión, ella producirá en el alma frutos apacibles de justicia, como nos asegura el texto bíblico de hoy. Por supuesto que aquí nos referimos a las correcciones que vienen directamente del Señor o a las que Él nos hace a través de aquellas personas a las que les compete nuestra formación. No sería éste el marco apropiado para hablar de cómo afrontar las correcciones que son injustas.
Entonces, si superamos las primeras reacciones que surgen al ser corregidos por el Señor, que suelen ser el desánimo, el dolor y no la alegría, entonces nuestra alma se une cada vez más profundamente a Él. Se da cuenta de que sus reprensiones proceden del amor y nota que este amor de Dios tiene diversas facetas. Por un lado, está su amor tierno, con el que siempre nos abraza como a hijos. Pero, por otro lado, está también su amor formativo, que nos devuelve al camino recto cuando nos extraviamos, o quiere darnos a conocer mejor este camino. A menudo seguimos estando atrapados en nuestras propias ilusiones y deseos, de manera que tomamos un rumbo equivocado.
A través de su amor formativo, el Señor nos brinda un alimento más sólido, como lo expresaría el Apóstol Pablo. ¡Ya no nos da sólo leche, como a niños! (cf. 1Cor 3,2) En consecuencia, quedamos fortalecidos en nuestro interior. Entonces el Señor llevará adelante nuestra formación, según el camino que Él haya dispuesto para nosotros. Así, crece la fuerza para resistir a las tentaciones y a todo lo que quiere apartarnos del camino, y para asumir nuestra tarea en el combate que nos ha sido encomendado.
Y esto, a su vez, nos hará más capaces, con la gracia de Dios, de resistir al pecado hasta derramar sangre y de preferir la muerte antes que permanecer en un pecado grave.
Con la formación que Dios nos ofrece, el camino de la santidad se vuelve concreto. Día a día estamos llamados a crecer en el amor y a profundizar nuestra unión con el Señor. Esto significa que hemos de cooperar con su gracia, que no podemos echarla a perder por ligereza o descuido, ni permitir que brote una raíz amarga. Nunca podemos reducir la vigilancia en nuestro camino espiritual, para no ceder a las inclinaciones de nuestra naturaleza caída.