Fil 4,4-7
Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Y que todos conozcan vuestra clemencia. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia, custodiará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús.
Tanto la primera como la segunda lectura del día de hoy hacen alusión a la alegría. Este tema también estuvo presente en el pasaje del Mensaje de Dios Padre que medité esta mañana. Decía lo siguiente: “He creado al hombre para Mí, y es justo que Yo sea todo para el hombre. El hombre no saboreará las verdaderas alegrías fuera de su Padre y Creador, pues su corazón está hecho sólo para Mí. También por Mi parte, el amor a Mis criaturas es tan grande, que no experimento ninguna alegría como la de estar en medio de los hombres.”
Todos sabemos que la alegría es un gran regalo de Dios. Refleja la condición de redimidos, y en la eternidad la disfrutaremos para siempre. Pero incluso aquí, en nuestra vida terrenal, la alegría espiritual puede llegar a ser el estado permanente de nuestra alma.
Las personas que son alegres por naturaleza y no se afligen fácilmente, tratan de afrontar todas las circunstancias de la vida con esta alegría. Pero habrá situaciones difíciles que enturbiarán la alegría natural que tienen. La alegría espiritual, en cambio, es capaz de impregnar todas las situaciones. Tiene un carácter victorioso y en ella se hace presente desde ya la dicha del cielo, aunque aún no esté consumada.
Sabemos bien que no podemos generar la alegría de forma artificial. No es cuestión de nuestra voluntad. Sin embargo, el Apóstol nos exhorta a estar siempre alegres. Durante el Tiempo de Adviento, los textos bíblicos nos conducen una y otra vez a esta alegría: la alegría de que se acerca la Fiesta del Nacimiento del Señor, tan tierna y profunda a la vez.
Ahora bien, ¿cómo podremos alcanzar una alegría interior permanente? El Apóstol nos da la pauta: ¡es la alegría en el Señor! Él es la fuente de la alegría. Cuanto más lo conozcamos, cuanto más íntimamente unidos a Él vivamos, tanto más crecerá nuestra alegría. En efecto, esta fuente es inagotable. Sucede lo mismo a la inversa: cuanto más nos alejamos de Dios, tanto más careceremos de la verdadera alegría. Entonces tratamos de suplir esta carencia con todo tipo de consuelos terrenales, pero éstos dejan al alma vacía e insatisfecha.
Con sus posteriores exhortaciones, el Apóstol Pablo también nos indica cómo podemos conservar en nosotros esta alegría espiritual. Nuestra clemencia ha de ser conocida por todos, nos dice el texto. Las buenas obras (es decir, las obras de misericordia) alimentan y conservan esta alegría. El dar y el compartir son un lenguaje del amor, y así abrimos nuestro corazón, de tal manera que la alegría puede entrar y permanecer mucho más fácilmente en él que si nos ponemos a nosotros mismos en el centro de atención y queremos adueñarnos de todo.
También la siguiente frase de San Pablo es un consejo espiritual que ayuda a acrecentar y preservar la alegría en nuestro interior: “No os inquietéis por cosa alguna.”
Se trata de una “santa despreocupación”, que se entrega enteramente a Dios con gran confianza. Esta actitud aligera el peso de la vida cotidiana, con sus preocupaciones. Se abandona en Dios y experimenta Su Providencia.
Muchas veces los pensamientos equivocados y los temores nos separan de Dios y, por tanto, nos apartan de la fuente de la alegría. También aquí el Apóstol nos ofrece un consejo: “En toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias.” Aquí podemos incluir nuestros malos estados de ánimo, los pensamientos lúgubres y las tristezas desordenadas, que también hemos de presentárselos a Dios en la oración. Es necesario estar vigilantes, para no dejarnos llevar por tales pensamientos, que acabarán empañando nuestra alegría. Entonces, podemos velar sobre la alegría que nos ha sido dada como un regalo de Dios y un fruto del Espíritu Santo (Véase la meditación sobre la alegría como fruto del Espíritu Santo:
También Dios se alegra y se regocija en nosotros, sobre todo cuando andamos por Sus caminos. Así, surge una relación con Dios en la cual la alegría es mutua: Dios se complace en nosotros; y Él es nuestra alegría. ¡Qué perspectiva tan radiante! Así es como debería ser, y esperamos que todos los hombres encuentren esta fuente.
No permitamos que nada ni nadie nos prive de la alegría por la Fiesta del Nacimiento del Señor, ni siquiera las tribulaciones que estamos viviendo. Éstas son transitorias, y si los hombres acogen la invitación de Dios y el llamado a la conversión, también las sombras que actualmente se ciernen sobre la humanidad tendrán que ceder.
¡Que el Señor, en Su gracia, intervenga y nos envíe a Sus mensajeros, para que nos muestren el camino que conduce a Él! ¡Que puedan producirse señales como la aparición de la Virgen de Guadalupe, tras la cual tantas personas se convirtieron a Cristo! ¡Que la paz y la verdadera alegría entren en los corazones de los hombres!
Hoy dirijo un saludo especial a México, a las muchas personas que conocemos ahí y cuyo amor a la Virgen María nos tocó profundamente.