Mc 12,28b-34
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: ‘Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.’ El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ No existe otro mandamiento más grande que éstos”. El escriba le dijo: “Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
¡Qué alivio escuchar en el evangelio de hoy que al menos uno de los escribas no estaba cerrado a Dios, sino que estaba de acuerdo con Él en lo esencial! El Señor incluso le dijo que no estaba lejos del Reino de Dios. Considerando la respuesta tan sensata de este escriba, podemos esperar que haya llegado a reconocer a Jesús como su Señor y Mesías, y que, por tanto, se hayan cumplido en él estas palabras de Jesús: “Todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas” (Mt 13,52).
Al meditar el primero de los mandamientos, vemos que, en primer lugar, Israel es exhortado a escuchar. Se trata de una escucha muy especial, que no puede ser superficial; es aquella atención que prestamos a algo que requiere una especial disposición de nuestra parte. Es una escucha en la que el corazón y la razón realmente desean comprender e interiorizar lo que nos dice la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, esta escucha implica cerrarse frente a todo aquello que pudiese distraernos y robar nuestra atención; aquello que pretende equipararse a la Palabra que sale de la boca de Dios. Todos nuestros pensamientos ‘errantes’ han de ser dejados de lado, para que, de ser posible, nada obstaculice el ingreso de la Palabra de Dios en nuestro corazón.
Para una verdadera escucha, también es importante tener el sincero deseo de comprender, que implica una cierta actitud de humildad, que nos lleva a ponernos por debajo de lo escuchado, sin pretender que nuestras propias ideas tengan el mismo peso que aquello que hemos escuchado. Esto cuenta especialmente cuando aquel que nos habla realmente tiene algo que decirnos, y aún más cuando se trata de la Palabra del mismo Dios. Pero también en toda conversación seria a nivel humano hace falta esta actitud de atención y paciencia, para que realmente intentemos comprender lo que el otro quiere decirnos, antes de interrumpirle para exponer nuestro propio punto de vista.
Vemos, entonces, que saber escuchar es un verdadero arte. Por eso la Sagrada Escritura nos dice: “Sabéis, hermanos míos carísimos, que todo hombre debe ser pronto para escuchar, tardo para hablar, tardo para airarse” (St 1,19).
Si hemos despertado en nosotros esta disposición, la Palabra de Dios cae en nuestro interior como abundante bendición y esparce su luz. En efecto, cada mandamiento de Dios –y en especial el primero de ellos– no es solamente una exhortación a vivir correctamente, sino que también porta en sí mismo la gracia y la luz para poder actuar conforme a lo que el mandamiento exige. Entonces, la Palabra no está lejos de nosotros; sino que está cerca de nuestro corazón (cf. Rom 10,8), corresponde a lo más íntimo de nuestro ser y nos recuerda una profunda verdad, que quizá hemos olvidado o borrado de nuestra conciencia.
El escriba del evangelio de hoy nos da un ejemplo de esta actitud de escucha. La respuesta del Señor lo conmovió en lo más profundo de su ser, confirmando aquello que ya antes había reconocido en su relación con Dios. Ya antes había estado atento, y el encuentro que ahora tiene con Jesús corrobora aquella certeza que tenía en su interior y según la cual trataba de vivir. Este hombre no estaba lejos del Reino de los Cielos, y en ese momento experimentó un reconocimiento mutuo en la verdad.
Ahora se trata de poner en práctica el mandamiento del Señor con todo el corazón, de dejarse guiar por Él, de conocerlo cada vez mejor y de dar al prójimo el amor que también nos mostramos a nosotros mismos, o, mejor aún, el amor con que Dios nos ama.
La respuesta del escriba es una guía para nosotros: para Dios es más importante la entrega de nuestro corazón que cualquier sacrificio o esfuerzo que hagamos, aunque también éstos sean valiosos y fructíferos. Él quiere que acojamos su amor y le correspondamos. He aquí la gracia más grande: poder escuchar y comprender cómo Dios nos muestra Su amor, y entonces aprender a encontrarnos con el prójimo y con nosotros mismos en este amor.
Si vamos adquiriendo un “oído de discípulo”, seremos capaces de reconocer cada vez más este amor, que es el fundamento de nuestra existencia. “El Señor, Yahvé, (…) cada mañana despierta mis oídos para que oiga como discípulo” (Is 50,4).
Cada persona está llamada a tener este encuentro decisivo con Dios, y cada persona ha sido creada a imagen y semejanza Suya (Gen 1,27), por más desfigurada que esté aquella imagen. Cuando uno se encuentra con esta verdad fundamental, puede hallar el camino de regreso a casa, a su verdadero hogar, que había perdido a causa del pecado original y sus consecuencias.
Pero también debemos meditar este primer mandamiento desde la perspectiva de Dios: Él anhela que nosotros, los hombres, lo cumplamos, para poder darnos todo lo que nos tiene preparado. Si nos desviamos en nuestro camino, permanecemos en las tinieblas y vivimos como en “sombra de la muerte” (cf. Lc 1,79); mientras el amor de Dios busca cualquier posibilidad de tocarnos con Su luz.