Lc 11,14-23
Estaba Jesús expulsando un demonio que era mudo, y apenas salió el demonio, rompió a hablar el mudo. La gente quedó admirada, aunque algunos de ellos comentaban: “Éste expulsa a los demonios por Beelzebul, Príncipe de los demonios.” Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Pero él, adivinando sus intenciones, les dijo: “Todo reino dividido contra sí mismo quedará asolado, y una casa se desplomará sobre la otra. Entonces, si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino?… porque decís que yo expulso a los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.”
No pocas veces aparece en el Nuevo Testamento el tema del diablo, pues Jesús ha venido “para destruir las obras del diablo” (cf. 1Jn 3,8). Es por eso que el ministerio de liberación hace parte de la misión de la Iglesia, porque el diablo sigue actuando en la tierra, intentando influenciar y controlar al hombre. Hay que oponerse decididamente a él con la fuerza del Señor.
En el evangelio de hoy, el Señor nos deja en claro que Él es el más fuerte en la lucha contra Satanás: “Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el Reino de Dios.”
¡Es muy importante que sepamos esto! El combate contra el diablo no se da entre dos rivales de igual fuerza, ni está aún por definirse el vencedor. Antes bien, es la actualización de la victoria de Jesús sobre el infierno y la muerte (cf. 1Cor 15,55). Satanás es un ángel caído, que, en su orgullo, se rebeló contra Dios, negándose a servir y queriendo dominar él mismo. A pesar de ser un ángel de alto rango, dotado con los respectivos dones que Dios otorgó a los ángeles, sigue siendo una criatura; es decir, que le debe su existencia a Dios, así como todas las demás criaturas. Es Dios quien lo mantiene con vida.
Ciertamente el diablo lo sabe, pero no quiere recordarlo en absoluto, porque esta verdad limitaría desde un principio su obsesión de poder, en la que tan fácilmente caen los espíritus presuntuosos. Este fenómeno lo encontramos también en los dictadores humanos, que actúan como si no estuviesen sujetos a la muerte y olvidan que un día tendrán que rendir cuentas ante el tribunal de Dios.
Pero Jesús es Dios mismo, y por eso todos los espíritus le están sometidos. Si con Jesús viene el Reino de Dios a los hombres, entonces ha llegado el que es más fuerte y la tiniebla tiene que retroceder.
Aun si, a nivel objetivo y en principio, ya ha sido vencido el poder de Satanás –así como también se ha pagado ya el precio por la salvación de los hombres con la Pasión y Muerte de Cristo–, estas victorias tienen que actualizarse concretamente en cada persona.
Expresándolo con la imagen que nos presenta este evangelio, debemos confiar la vigiliancia de nuestra casa al más fuerte. Mientras estemos sometidos al pecado, el ángel caído y sus demonios tendrán una notable influencia. Con una verdadera conversión, en cambio, Aquel que es más fuerte entra en la casa y la custodia a partir de entonces.
A pesar de esta seguridad fundamental que podemos experimentar gracias a la venida de Jesús, nos queda aún por librar el combate. El diablo siempre intenta reconquistar los territorios perdidos. Incluso después de la tentación de Jesús en el desierto, cuando el Señor lo hubo rechazado tres veces, la Escritura dice que “el diablo se apartó de él hasta el momento oportuno.” (Lc 4,13)
Eso quiere decir que el Maligno siempre intentará ganar influencia nuevamente. ¡Tenemos que contar con ello! Nuestra ‘casa’ nunca debe estar sin vigilancia, como si no hubiera enemigos.
Con la última frase del evangelio de hoy, se nos encomienda una tarea: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.” ¡Es una expresión clarísima! Hace parte de nuestra tarea como cristianos el testificar y hacer fructificar la fe. ¡No se trata de una opción voluntaria! No podemos entender nuestra fe como si se tratara de una especie de filosofía personal, simplemente para calentar nuestro corazón e iluminar nuestro espíritu. Habiendo aceptado la fe, estamos llamados a llevar la luz al mundo, junto al Señor, para arrebatarle a Satanás su presa. Con Jesús, hemos de extender la red del amor y recoger almas para Dios (cf. Mt 4,19).
Pero también está la advertencia de que aquel que no recoge con Él, desparrama. Si nuestra vida no se convierte en un testimonio a favor de Cristo, estamos privando a los hombres de algo esencial. Permanecerán en la dispersión, quizá incluso bajo el poder de las tinieblas; mientras que nosotros debimos haber sido quienes den testimonio de Dios. Nos queda claro, entonces, que la fe conlleva una responsabilidad de amor de recoger junto al Señor.
Es como si alguien tuviera mucha hambre, quizá esté casi muerto de hambre; pero nosotros no le damos de comer, a pesar de tenerlo frente a nuestros ojos y pudiendo ayudarle. Lo mismo ocurre con la transmisión de la fe. Los hombres están hambrientos en su alma, aun si no lo perciben tanto como el que padece hambre corporal. Por lo menos deben recibir el ofrecimiento de la fe; y será decisión suya si lo aceptan.
¡Que el Señor proteja nuestra casa y la casa de Su Iglesia! ¡Que Él nos dé el celo para recoger junto a Él!