Yo soy el Camino

Jn 14,1-6

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, no os habría dicho que voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y ya sabéis el camino adonde yo voy.” Le dijo Tomás: “Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?” Respondió Jesús: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.”

Estas palabras del Señor, mostrándose como el Camino, la Verdad y la Vida, son de una claridad insuperable. Están al final del evangelio de hoy, por lo cual son la instrucción que el Señor nos deja para contrarrestar aquella confusión del corazón que menciona al inicio del texto: “No se turbe vuestro corazón.” Estas afirmaciones son de tal importancia para preservar nuestra fe cristiana, que seguiremos tratándolas en la meditación de mañana. Además, en un mundo globalizado se dan cada vez más encuentros con personas de otras religiones, o con otras que no tienen ninguna fe y se interesan principalmente en la dimensión terrenal de la vida humana.

En lo que refiere a nuestra fe cristiana, sabemos que, por un lado, es necesario rechazar las influencias de aquellas creencias y corrientes de pensamiento ajenas; y, por otro lado, tenemos el mandato del Señor de llevar el mensaje del evangelio al mundo entero (cf. Mc 16,15), siendo “luz del mundo” (cf. Mt 5,14) y “levadura en la masa” (cf. Mt 13,33).

Especialmente en las últimas décadas, la Iglesia le ha dado cada vez más peso al “diálogo”, como una forma de encontrarse con aquellas personas que no profesan la fe cristiana. Actualmente se lo considera casi como la forma primordial de tratar con los que no comparten nuestra fe. Si el “diálogo” se lo entiende correctamente y se lo practica así, podría denominárselo como un “diálogo misionero”, que se convierte en un instrumento delicado para evangelizar conforme al encargo del Señor.

Podemos estar de acuerdo con el catedrático Bürkle, quien escribe lo siguiente: “El estudio teológico de los fenómenos y contenidos [de las otras religiones] no es un fin en sí mismo. El interés que la fe cristiana tiene en el encuentro con personas de otras religiones, está necesariamente ligado a la validez de este evangelio también para aquellas personas.”

Ahora bien, si se pierde o se relativiza este punto de partida para un “diálogo misionero”, entonces el “diálogo interreligioso” se convierte en un instrumento de confusión. No solamente pierde su sentido sobrenatural y descuida, por tanto, el encargo del Señor, sino que se convierte en contraproducente. . ¡Con cuánta facilidad se corre el riesgo de participar en la fomentación de una especie de “Religión universal” que abarque y supere a todas las demás. Esto no necesariamente significa que vaya a haber un culto común visible entre todas las religiones; pero que se considere el culto de cada religión como igualmente importante, de modo que cada religión constituiría un camino de salvación.

Sin embargo, no hay nada que contradiga más al evangelio y a estas claras palabras del Señor. Si uno, como católico, adoptaría una visión tal, entonces el corazón ya habría caído en confusión, y las inequívocas palabras de Jesús que hoy escuchamos se desvanecerían cada vez más de la memoria o se las tergivesaría por completo.

Con toda la buena intención que se pueda tener al buscar la comprensión entre las naciones y la fraternidad entre todos los hombres, si se pierde de vista que esto solo puede suceder bajo el único Salvador de la humanidad, uno acabaría encegueciendo espiritualmente. Aun sin quererlo, terminaría cerca de aquellas agrupaciones, una de cuyas afirmaciones dice así: “Católicos, ortodoxos, musulmanes, hinduistas, budistas, libres pensadores y pensadores creyentes son para nosotros sólo primeros nombres. Nuestro apellido común es masonería.” ¡Lejos de nosotros tal concepción!

El Señor, por el contrario, no deja lugar a dudas sobre cuál es el camino del hombre para llegar al Padre: consiste en escuchar y seguir a Jesús. Es esto lo que lo saca de la confusión y le ofrece la verdadera relación con Dios. Son más que suficientes las referencias bíblicas que nos lo indican.

Las “muchas moradas” de las que nos habla Jesús están en la Casa del Padre. Ciertamente Dios quiere conducir a todos los hombres a la salvación, e invita a todos a estas Sus moradas. Pero allí sólo podrán estar aquellos que acojan la invitación del Padre. Una verdadera fraternidad entre todos los hombres sólo podrá surgir cuando todos obedezcan al mismo Padre, y lleguen a Él a través de Jesús.

En el pasaje del evangelio de San Juan, cuando Jesús se encuentra con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob, el Señor le dice:

“Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.” (Jn 4,21-24)

Hay que tener presentes dos afirmaciones, que señalan claramente los límites del diálogo interreligioso. Primero, que las otras religiones no adoran a Dios “en espíritu y en verdad”. Segundo, que, para poderlo hacer, deben primero conocer la “salvación que viene de los judíos”: al único Salvador, al Redentor…

El camino a las moradas eternas es el Señor mismo, quien prepara un sitio para nosotros.


Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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