Oración a la Santísima Trinidad (Parte II)

Precisamente en un tiempo en que toda la humanidad se ve afectada por una pandemia, y en el ámbito religioso se discute sobre si podría tratarse de un castigo de Dios –lo cual algunos afirman mientras otros lo niegan rotundamente–, es importante elevar la mirada directamente hacia Dios.

Como nos enseñan los Salmos ­–el gran libro de oración del Antiguo Testamento– hemos de alabar a Dios aun en medio de la necesidad. Son tiempos en que se requiere de la confianza en Él. Esto cuenta también y en particular cuando uno no puede explicarse la situación, y uno se pregunta dónde está el Señor y por qué todo eso tiene que suceder.

Entonces es tanto más importante que no deje de resonar la alabanza de Dios. La alabanza nos permite salir de nosotros mismos para sumergirnos en la bondad, la gloria y la providencia de Dios. Cuando quizá nuestra alma está a punto de rendirse, Dios le comunica la certeza de Su guía, que siempre está ahí, aún cuando no la reconocemos y sólo podemos abandonarnos en la luz de la fe.

Esta es una gran purificación para nuestro espíritu humano, que siempre quiere entenderlo todo. De hecho, ponemos nuestra seguridad en entender las cosas. Pero ésta no es una seguridad en Dios; sino, a fin de cuentas, en nuestro propio entendimiento.

La purificación, en cambio, nos lleva a abandonarnos totalmente en Dios en medio de la oscuridad de la fe, cuando todas las seguridades terrenales que solíamos tener se desvanecen y muestran que no pueden ser realmente nuestro sostén.

Así, quiero seguir compartiendo con ustedes el Himno a la Santísima Trinidad, precisamente al comienzo de este Tiempo de Pascua, ese glorioso período del año litúrgico que, en la alegría de la Resurrección, nos prepara para la venida del Espíritu Santo.  

Harpa Dei y yo tampoco podemos en este momento estar en Jerusalén, como habíamos planeado.

Estoy muy consciente de que esta Pascua es diferente de lo habitual – y por esta misma razón la alabanza a Dios no puede dejar de resonar, a pesar de que nuestros templos se encuentren despoblados.

Alabemos a nuestro Señor Jesucristo, que vino para redimirnos, por amor a su Padre y a nosotros.

Del mismo modo como al Padre, Te alabamos a Ti, oh Hijo: Sol de salvación, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre. Por nosotros, los hombres y por nuestra salvación bajaste del cielo, y por obra y gracia del Espíritu Santo, te encarnaste de María la Virgen y te hiciste verdadero hombre; en todo igual a nosotros, menos en el pecado.

Durante treinta años viviste en lo secreto, santificando la Tierra, y te sometiste a tus padres humanos. Cuando llegó el tiempo en que debías manifestarte al mundo, bajaste al río Jordán y te hiciste bautizar por Juan el Bautista, para cumplir toda justicia. Después el Espíritu Te guió al desierto, donde oraste y ayunaste durante cuarenta días y rechazaste por nosotros los presuntuosos ataques del Diablo.

Luego llamaste a Tus discípulos para que estuvieran contigo, compartieran todas Tus fatigas y continuaran un día Tu obra.

Comenzaste entonces a revelarte al mundo como el Mesías: de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad peregrinaste anunciando el Reino de Dios. Sanaste a los enfermos, hiciste ver a los ciegos; los sordos podían escuchar, los cojos andar, los mudos hablar; liberaste a los poseídos y resucitaste a los muertos.

Cada vez acudían más personas a Ti para estar en Tu presencia, escuchar Tu palabra y recibir Tu bondad. Eso despertó la envidia de aquellos que habían cerrado su corazón ante Ti y algunos decidieron quitarte la vida. Mas Tú te alejaste de ellos y continuaste Tu obra, como Tu Padre Te la había encomendado.

Cuando debías consumar esta obra con sufrimiento, muerte y resurrección, subiste a Jerusalén.

En Getsemaní recibiste de manos del Padre el incomparable sufrimiento. Un Ángel bajó del cielo y Te fortaleció: así soportaste la traición de Judas, la infidelidad de Tus discípulos, las burlas y el escarnio de los soldados. Ante Pilato, Tu juez humano, permaneciste callado; enmudecido como cordero llevado al matadero, subiste al Gólgota. A las mujeres que lloraban por Ti les revelaste el destino de Jerusalén.  Entonces Te despojaron de Tus vestidos y Te clavaron en la cruz. Tú, en cambio, abriste tus brazos y oraste por Tus verdugos. Y cuando llegó la hora en que debías entregar Tu Espíritu en manos del Padre, exclamaste: “Todo está cumplido”.

Mas al tercer día resucitaste de entre los muertos, Te apareciste a las mujeres y a Tus discípulos y los instruiste en los caminos del Reino de Dios, hasta que ascendiste a los cielos para volver al Padre y prepararnos una morada; no sin antes habernos prometido que volverías al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos; cuando Tu reino no tendrá fin.

– ¿Cómo podremos jamás agradecerte, oh amado Señor, por Tu amor y Tu infinita misericordia?

Por eso Te adoramos con todos los ángeles y santos y glorificamos Tu excelso nombre con todos los que Te buscan, Te honran y Te escuchan.

Pedimos por nuestros hermanos y hermanas difuntos necesitados de purificación; por aquellos que no te conocen, que viven confundidos y extraviados; y de manera especial por los que mantienen su corazón cerrado ante Ti.

Pues Tú eres santo, Tú eres santo, Tú eres santo.


Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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